LA SEMILLA DE UNA DEVOCIÓN A LA VIRGEN DEL PUERTO.
Dije ayer en la radio que Cándido Cabrera y yo, una vez jubilados, no nos encontramos en despachos, bajo luces de neón, sino al aire libre, bajo la bóveda del cielo, cuando él pasea al perro y yo voy a comprar el pan, dos de nuestras obligaciones diarias.
En uno de estos encuentros esporádicos surgió la idea de que yo fuera el pregonero de este año. Y desde que Cándido me propuso intervenir como pregonero en la Fiesta de la Virgen del Puerto de este año, me propuse tres objetivos: No hacer un pregón de compromiso, rs decir, no venir a cumplir con un expediente; que fuera un pregón original y que fuera una aportación positiva a tanta literatura, como existe, dedicada a la Patrona de Plasencia. Como es lógico le dije en el mismo momento que aceptaba muy gustoso y honrado.
Lo primero que pensé en tratar fue la tradición legendaria de la aparición de la Virgen, que como tantas otras nacen, tras el avance de la Reconquista y que supone toda una cruzada guerrera y apostólica que restaura los principios de nuestra religión. Pero prescindí del tema porque se trata de un asunto más lírico y emotivo y milagrero que bien podría abordarse en próximas ediciones de este pregón, por personas más fervorosas y más poéticas que yo.
Después dudé entre hablar de la familia Lobera o de las rogativas a la Virgen, en el siglo XV y XVI que forman el crisol donde se funden los verdaderos sentimientos de los placentinos hacia su madre la Virgen del Puerto a lo largo de la historia y, además, tienen lugar en una época privilegiada e interesante en la vida de la ciudad y que, de algún modo yo he recreado en el libro dedicado a la “Sillería del Coro de la Catedral”, que se titulaba “Plasencia entre dos siglos. El XV y el XVI”
Aquél trabajo no fue un estudio histórico exhaustivo documentalmente, ni un trabajo de investigación profundo por mi parte, pero creo que reflejé bastante bien a los personajes y al ambiente ciudadano. A mi me gustó.
Recuerdo que me llamó a casa el propio obispo, Don Amadeo, recién llegado a Plasencia, después de leerme, para felicitarme y para decirme que le parecían muy razonables mis interpretaciones de la historia en esa Plasencia en ese tiempo. La misma Plasencia en la que apareció la verdadera devoción por la Virgen del Puerto. Tal vez por ello, me decidí a dedicar al pregón a esta época concreta de la historia de la ciudad.
La primera causa de la devoción es obra de la familia Lobera. La segunda causa son las necesarias y urgente rogativas a la Virgen del Puerto en momentos de muchas dificultades vividos por los vecinos de Plasencia a lo largo de este primer siglo de historia real. Al final me decidí por hablar de los Lobera, verdaderos promotores de la devoción a la Virgen del Puerto. Ellos sembraron la semilla de nuestra actual devoción y así titulo este pregón: “La semilla de la devoción a la Virgen del Puerto”.
Todos conocéis la parábola del sembrador y la semilla de mostaza que se convierte en árbol frondoso, donde anidan las aves del cielo. La parábola la aplica el Evangelio al Reino de Dios, pero bien podríamos aplicarla a muchas actividades del hombre en general, a muchas obras nuestras.
Y, para corresponder a los elogios de Cándido, voy a poner un ejemplo referido a él mismo y del cual fui testigo presencial. Fue en Madrid, a la hora del almuerzo. Había dos generales del Ejército, Cándido, como Alcalde de Plasencia, el Presidente de la Caja y otros. Allí se formalizó la operación de compra del Cuartel de la Constancia. Se puso la semilla de lo que hoy es ya convertido en árbol frondoso, lo que es el Complejo Educativo Universitario de Plasencia. De esa semilla ha nacido un abanico de posibilidades de progreso social, educativo, cultural y humano para Plasencia. Los jóvenes placentinos que ahora se gradúan con título universitario en esta ciudad, deben saber cómo y quién plantó este grano de mostaza.
De igual modo la familia Lobera fueron la causa y el inicio de un fervor a la Virgen que arraiga en Plasencia a finales del siglo XV, cuando se construye la primera ermita y se empieza a venerar la actual imagen que es precisamente de esta misma época.
Procedía la familia Lobera de Medina del Campo, venidos a su vez de Cantabria, según nos cuenta el Padre Guerín, un monje cisterciense que presentó en Trujillo una ponencia titulada “Los lobera de Plasencia”, lo cual ya denota la importancia que esta familia llegó a tener en nuestra ciudad. Dice que propio Padre Guerín que no existía en la Cancillería de Valladolid ningún expediente de hidalguía a nombre de los Lobera, lo cual nos hace sospechar que personajes tan influyentes en Castilla en aquella época sin título debiera de proceder de la comunidad judío conversa.
Y así llegaron: En 1476 Diego de Lobera es canónigo de la Catedral de Salamanca y en 1480 ya está en Plasencia iniciando la construcción de la ermita a la Virgen del Puerto, pues a su condición de clérigo unía también la de arquitecto
Aquí apareció humillado por un decreto de desnaturalización contra él, por desobediencia, dictado por la propia Isabel la Católica, sin que mediase sentencia judicial y privado de sus cargos y sus bienes, por haber apoyado durante la guerra civil, a la muerte de Enrique IV, la causa de Doña Juana, la Beltraneja.
Seguro que se trasladó a Plasencia, buscando el perdón real, y la protección del Duque de Plasencia, Don Alvaro de Zúñiga, y de algún capitular como el Deán Diego de Jerez, que habían participado, como él, en el mismo bando contra la Reina Isabel. Aunque todos eran perdedores, el Señor de Plasencia, rápidamente se cambió de chaqueta y los Reyes no se atrevieron a humillar, por el momento, a tan poderoso súbdito. Ya tendrían tiempo de hacerlo, después de acabar con la dominación árabe. Lo cierto es que, absuelto de su atrevimiento, Diego de Lobera, se incorpora a la vida eclesiástica como Chante de la Catedral de Plasencia. El entonces Obispo, Don Rodrigo de Ávila, que había oficiado el enlace matrimonial del Rey Alfonso V de Portugal y Doña Juana en una ceremonia que tuvo lugar en esta misma ciudad, tampoco tuvo ningún recelo con contar con la presencia del nuevo chantre, a pesar de sus antecedentes.
En tiempos de tanta agitación política y social Diego de Lobera, con el peso de una fuerte sanción real a sus espaldas, no volvió a significarse. Desde su nueva dignidad eclesiástica debió de ser un observador respetuoso de los acontecimientos que en ese momento se vivían en España y en Plasencia.
Es así cómo participaría sin significarse, como un capitular más, cuando muere el duque y Plasencia se queda de luto por la muerte de su poderoso dueño. Las exequias duraron varios días, gran parte de las mismas determinadas en el propio testamento del Duque o bien encomendadas a su íntimo amigo y servidor Diego de Jerez, Deán de la Catedral, que manda a sus capellanes digan todos los miércoles misa de réquiem sobre su sepultura. Era el 10 de junio de 1488.
Y de igual modo observaría como un vecino más de la ciudad, sin compromiso con los bandos en disputa, la invasión de Plasencia por las huestes de los Carvajales, desde el Puente de Trujillo hasta la Plaza Mayor, con gran estruendo de armas, los gritos de los soldados, el choque de los escudos y el ruido de los caballos cuyos cascos sacaban chispas del pavimento de piedras. Envueltos en la oscuridad los rebeldes avanzaron sin apenas resistencia.
Dicen las crónicas que duró tres días el encuentro y pelea, trabando en la plaza y calles muy sangrienta guerra. Vinieron a las manos muchas veces y con grande porfía, hasta que, acobardados los de la parte del Duque con el nombre del rey, a quienes los contrarios apellidaban, se les hubieron de rendir. Los del castillo se defendieron más tiempo por ser, como es, muy fuerte y, finalmente se entregó a los de la parte del rey.
Pero, pocos días después, seguro que, en su fuero interno, Diego de Lobera disfrutaría aquella mañana del día 20 de octubre del mismo año 1488, en que murió el Duque, cuando en las puertas de la Catedral de Plasencia, el propio rey Don Fernando juraba ante el escribano público Ruy González, regidores, caballeros y capitulares de dicha iglesia:
Guardar, defender, y amparar al Concejo, vecinos y moradores desta su ciudad de Plasencia, en sus fueros y privilegios, mercedes, libertades y franquezas, que esta dicha ciudad y personas de ella y su término tienen.
Se acabó el poder feudal, Plasencia retornaba a ser ciudad libre, y los placentinos contentos u exultantes, colocaron lápidas de piedra en las puertas de entrada a la ciudad proclamando su libertad recientemente conquistada.
Sin embargo, otro contratiempo le faltaba a Diego de Lobera para considerarse feliz y rehabilitado. Como sucesor del anterior obispo, se promociona a la diócesis de Plasencia a un antiguo compañero suyo del Cabildo de Salamanca, el maestrescuela de aquella Catedral Don Gutierre Álvarez de Toledo, hijo de los Duques de Alba y cuya carrera eclesiástica ascendente, estaba dirigida por su madre que imploró permanentemente al Papa Sixto IV, el progreso de su vástago.
Ya habían tenido sus más y sus menos Diego de Lobera y el nuevo obispo en Salamanca. Hasta el punto de que este mismo Papa se tuvo que dirigir a los Duques de Alba exhortándoles a “que hagan desistir a su hijo Gutierre, de apoderarse de las iglesias de Santo Tomás y San Martín, que están reservadas para el canónigo de aquella catedral Diego de Lobera”.
No debieron ser muy cordiales tampoco las relaciones del Chantre y el Obispo en Plasencia, porque también nos enteramos que Alvarez de Toledo le pasó una factura al chantre de 18.000 maravedíes, por unas rejas de hierro que se había llevado del Palacio Episcopal a su ermita del Puerto. Y también supimos que, muerto el Chantre, sus albaceas tuvieron muchas dificultades para cobrar al obispo un préstamo de 80.000 maravedíes que no le había pagado y que presumiblemente no consiguieron que desembolsara. Por eso creo que, en contra de la opinión que expresan algunas historias de la Virgen del Puerto que he visto, la relación del Chantre y el Obispo no debió ser muy buena.
Pero lo cierto es que nada más llegar, el nuevo obispo, Gutierre Alvarez de Toledo se propone construir en Plasencia una nueva catedral y lógicamente cuenta con el Chantre, que además es arquitecto, para participar en esta renovación de la iglesia y de la ciudad propia de los nuevos tiempos.
Tres importantes obras lleva entre manos Diego de Lobera en ese momento: la ermita de la Virgen del Puerto, la remodelación del Palacio Episcopal, y también sabemos que supervisa la construcción de una capilla en el Hospital de Santa María, lugar en el que ahora mismo nos encontramos.
Con este nuevo impulso constructor del Renacimiento, aparecieron en Plasencia Enrique Egas y Rodrigo Alemán. El primero como autor de los planos y el proyecto del nuevo templo. Un gran edificio con planta en forma de “Cruz latina” y tres naves con bóvedas a la misma altura, un gran avance arquitectónico con respecto a las catedrales góticas que ya existían. Un templo grandioso, esbelto, donde las columnas sin capiteles se abrieran sobre la bóveda como una palmera.
Por su parte, vino también Rodrigo Alemán, contratado previamente para elaborar el Coro de la vieja Catedral románica, una joya artística única y, sin duda, el patrimonio artístico más notable con que cuenta nuestra ciudad.(Estamos precisamente en el Complejo Cultural que lleva su nombre).
La amistad con su colega de profesión y además canónigo, Diego de Lobera debió surgir de inmediato. Los tres serían buenos amigos de charla, de intercambio de conocimientos técnicos y sobre todo, como buenos profesionales de la construcción. No olvidemos que Rodrigo Alemán, después del Coro hizo el Puente Nuevo y la Portada del Convento de las Claras.
Tanto el alarife Egas como el maestro Rodrigo eran artistas avezados en el labrado de la piedra y en la talla de la madera, extraordinarios y reconocidos profesionales, (tal vez ambos venidos de Flandes) con amplitud de ideas, que importaban nuevas formas artísticas y laborales puesto que al igual que en Plasencia trabajaban en infinidad de nuevos proyectos en distintas diócesis españolas.
El Chantre firma con Rodrigo Alemán el contrato para hace el facistol del Coro y seguro que las puertas de su casa en la calle Zapatería, se abrirían desde el primer momento para recibir con gusto a los reconocidos artistas extranjeros que coincidieron en Plasencia con el ambicioso programa de hacer una nueva Catedral.
También seguro que alguna tarde de primavera Diego de Lobera y sus amigos subirían juntos a ver las obras de la nueva ermita de la Virgen del Puerto, su obra propia y más querida. Por allí rondaría Rodrigo Alemán aconsejando que la nueva talla de la Virgen fuera de madera e incluso explicándole al Chantre cómo en Flandes y en Italia, en esos mismos años, se tallaban imágenes y se pintaban tablas con la imagen de la Virgen amamantando al Niño. Y el maestro Enrique Egas lo confirmaría.
Subirían a la ermita a caballo, por estrechos vericuetos entre canchos, alcornoques y madroños y no me cabe duda que pensando en su imaginación creativa diseñar y hacer algún camino que facilitase el acceso de los placentinos hasta el lugar donde se establecería el culto religioso en honor de Nuestra Señora.
También le habría sugerido al Chantre la humanización de Nuestra Señora con esta forma tan maternal, el Prior de los Dominicos, Fray Juan López, confesor de la Duquesa de Plasencia, Leonor de Pimentel. En su día se habían conocido en Salamanca, cuando el teólogo Fray Juan, en el Convento Dominico de San Esteban, escribía una obra piadosa dedicada a Doña Leonor y en honor de Nuestra Señora, con continuas jaculatorias como ésta:
“Oh Reina del Cielo, oh graciosísima señora mía, oh fuente clara del paraíso, sea yo digna de gustar la frescura de vuestra agua, Oh pechos santísimos, Oh mamillas de alto amparo, oh torre de seguro acotar, guarida de pacífica defensión, que con su dulzura aplaca la justa furia del riguroso Juez!”
La obra de la que sólo queda un ejemplar manuscrito en la Biblioteca Nacional, fue escrita quizás para un uso privado de Doña Leonor, para mover y excitar la devoción a María de una joven dama noble, a la que al mismo tiempo se propone como modelo de comportamiento, para una mujer casada y madre, como era la Duquesa de Plasencia.
Todavía no había nacido la advocación de Virgen del Puerto. El propio Luis de Toro en su manuscrito, la más antigua referencia de la historia de Plasencia, dice así:
“En la cima del monte que mira a la ciudad, hacia el septentrión, a unas tres millas de distancia hay una capilla de la Santa Madre de Dios, ciertamente pequeñita pero hermosa, (con una casa adjunta y algunos huertos) muy célebre ciertamente en este país, tanto por las muchas cosas admirables que la Madre de Dios hace en él, como por la amenidad del paisaje en el que descubren ojos espaciosos prados, sorprendentemente verdes, por aquella parte que está muy abierta”.
Durante el siglo XV, los tiempos eran duros, apasionados, contradictorios, había grandes vicios y grandes virtudes. Muchos conventos de frailes y monjas se habían relajado en el cumplimiento de las reglas. Los buenos hábitos de oración y pobreza se habían olvidado. Y la buena vida se la daban algunas comunidades. Entre ellos los frailes del Convento de San Francisco de Plasencia, a quienes Rodrigo Alemán ya critica en el coro de la catedral, retratándolos convertidos en pellejos de vino o tratando de seducir a alguna doncella, por supuesto con el beneplácito del Cabildo.
Algunos de estos frailes desengañados y otros hombres fieles, deseosos de reformar las costumbres y volver a los principios humildes de San Francisco de Asís, formaron pequeñas comunidades, alejadas de la ciudad, viviendo con pobreza, con mortificación, sin bienes de ningún tipo y amparados sólo por las limosnas.
Estos devotos reformadores, tenían dos comunidades en Plasencia, viviendo en el campo, como eremitas, en casas abandonadas o en cuevas, alrededor de una pequeña capilla donde rezar. Una comunidad se llamaba de San Cristóbal y estaba en el cerro que hay frente al Puente de Trujillo, la otra se situaba en Valcorchero, junto a la puerta del camino que va a Castilla y veneraban a la Virgen.
Los franciscanos del Convento de San Francisco de Plasencia contaban con cierto apoyo seglar, sobre todo de los poderosos y de las instituciones eclesiásticas, y así encubrían prácticas de la propiedad privada; vida profana de algunos frailes dedicados al tráfico mercantil, al ejercicio de la medicina, estrictamente vedada a los eclesiásticos, a los espectáculos populares e incluso a la intriga política, tan insidiosa en el momento; vagabundeo y descontrol religioso.
En uno de estos encuentros esporádicos surgió la idea de que yo fuera el pregonero de este año. Y desde que Cándido me propuso intervenir como pregonero en la Fiesta de la Virgen del Puerto de este año, me propuse tres objetivos: No hacer un pregón de compromiso, rs decir, no venir a cumplir con un expediente; que fuera un pregón original y que fuera una aportación positiva a tanta literatura, como existe, dedicada a la Patrona de Plasencia. Como es lógico le dije en el mismo momento que aceptaba muy gustoso y honrado.
Lo primero que pensé en tratar fue la tradición legendaria de la aparición de la Virgen, que como tantas otras nacen, tras el avance de la Reconquista y que supone toda una cruzada guerrera y apostólica que restaura los principios de nuestra religión. Pero prescindí del tema porque se trata de un asunto más lírico y emotivo y milagrero que bien podría abordarse en próximas ediciones de este pregón, por personas más fervorosas y más poéticas que yo.
Después dudé entre hablar de la familia Lobera o de las rogativas a la Virgen, en el siglo XV y XVI que forman el crisol donde se funden los verdaderos sentimientos de los placentinos hacia su madre la Virgen del Puerto a lo largo de la historia y, además, tienen lugar en una época privilegiada e interesante en la vida de la ciudad y que, de algún modo yo he recreado en el libro dedicado a la “Sillería del Coro de la Catedral”, que se titulaba “Plasencia entre dos siglos. El XV y el XVI”
Aquél trabajo no fue un estudio histórico exhaustivo documentalmente, ni un trabajo de investigación profundo por mi parte, pero creo que reflejé bastante bien a los personajes y al ambiente ciudadano. A mi me gustó.
Recuerdo que me llamó a casa el propio obispo, Don Amadeo, recién llegado a Plasencia, después de leerme, para felicitarme y para decirme que le parecían muy razonables mis interpretaciones de la historia en esa Plasencia en ese tiempo. La misma Plasencia en la que apareció la verdadera devoción por la Virgen del Puerto. Tal vez por ello, me decidí a dedicar al pregón a esta época concreta de la historia de la ciudad.
La primera causa de la devoción es obra de la familia Lobera. La segunda causa son las necesarias y urgente rogativas a la Virgen del Puerto en momentos de muchas dificultades vividos por los vecinos de Plasencia a lo largo de este primer siglo de historia real. Al final me decidí por hablar de los Lobera, verdaderos promotores de la devoción a la Virgen del Puerto. Ellos sembraron la semilla de nuestra actual devoción y así titulo este pregón: “La semilla de la devoción a la Virgen del Puerto”.
Todos conocéis la parábola del sembrador y la semilla de mostaza que se convierte en árbol frondoso, donde anidan las aves del cielo. La parábola la aplica el Evangelio al Reino de Dios, pero bien podríamos aplicarla a muchas actividades del hombre en general, a muchas obras nuestras.
Y, para corresponder a los elogios de Cándido, voy a poner un ejemplo referido a él mismo y del cual fui testigo presencial. Fue en Madrid, a la hora del almuerzo. Había dos generales del Ejército, Cándido, como Alcalde de Plasencia, el Presidente de la Caja y otros. Allí se formalizó la operación de compra del Cuartel de la Constancia. Se puso la semilla de lo que hoy es ya convertido en árbol frondoso, lo que es el Complejo Educativo Universitario de Plasencia. De esa semilla ha nacido un abanico de posibilidades de progreso social, educativo, cultural y humano para Plasencia. Los jóvenes placentinos que ahora se gradúan con título universitario en esta ciudad, deben saber cómo y quién plantó este grano de mostaza.
De igual modo la familia Lobera fueron la causa y el inicio de un fervor a la Virgen que arraiga en Plasencia a finales del siglo XV, cuando se construye la primera ermita y se empieza a venerar la actual imagen que es precisamente de esta misma época.
Procedía la familia Lobera de Medina del Campo, venidos a su vez de Cantabria, según nos cuenta el Padre Guerín, un monje cisterciense que presentó en Trujillo una ponencia titulada “Los lobera de Plasencia”, lo cual ya denota la importancia que esta familia llegó a tener en nuestra ciudad. Dice que propio Padre Guerín que no existía en la Cancillería de Valladolid ningún expediente de hidalguía a nombre de los Lobera, lo cual nos hace sospechar que personajes tan influyentes en Castilla en aquella época sin título debiera de proceder de la comunidad judío conversa.
Y así llegaron: En 1476 Diego de Lobera es canónigo de la Catedral de Salamanca y en 1480 ya está en Plasencia iniciando la construcción de la ermita a la Virgen del Puerto, pues a su condición de clérigo unía también la de arquitecto
Aquí apareció humillado por un decreto de desnaturalización contra él, por desobediencia, dictado por la propia Isabel la Católica, sin que mediase sentencia judicial y privado de sus cargos y sus bienes, por haber apoyado durante la guerra civil, a la muerte de Enrique IV, la causa de Doña Juana, la Beltraneja.
Seguro que se trasladó a Plasencia, buscando el perdón real, y la protección del Duque de Plasencia, Don Alvaro de Zúñiga, y de algún capitular como el Deán Diego de Jerez, que habían participado, como él, en el mismo bando contra la Reina Isabel. Aunque todos eran perdedores, el Señor de Plasencia, rápidamente se cambió de chaqueta y los Reyes no se atrevieron a humillar, por el momento, a tan poderoso súbdito. Ya tendrían tiempo de hacerlo, después de acabar con la dominación árabe. Lo cierto es que, absuelto de su atrevimiento, Diego de Lobera, se incorpora a la vida eclesiástica como Chante de la Catedral de Plasencia. El entonces Obispo, Don Rodrigo de Ávila, que había oficiado el enlace matrimonial del Rey Alfonso V de Portugal y Doña Juana en una ceremonia que tuvo lugar en esta misma ciudad, tampoco tuvo ningún recelo con contar con la presencia del nuevo chantre, a pesar de sus antecedentes.
En tiempos de tanta agitación política y social Diego de Lobera, con el peso de una fuerte sanción real a sus espaldas, no volvió a significarse. Desde su nueva dignidad eclesiástica debió de ser un observador respetuoso de los acontecimientos que en ese momento se vivían en España y en Plasencia.
Es así cómo participaría sin significarse, como un capitular más, cuando muere el duque y Plasencia se queda de luto por la muerte de su poderoso dueño. Las exequias duraron varios días, gran parte de las mismas determinadas en el propio testamento del Duque o bien encomendadas a su íntimo amigo y servidor Diego de Jerez, Deán de la Catedral, que manda a sus capellanes digan todos los miércoles misa de réquiem sobre su sepultura. Era el 10 de junio de 1488.
Y de igual modo observaría como un vecino más de la ciudad, sin compromiso con los bandos en disputa, la invasión de Plasencia por las huestes de los Carvajales, desde el Puente de Trujillo hasta la Plaza Mayor, con gran estruendo de armas, los gritos de los soldados, el choque de los escudos y el ruido de los caballos cuyos cascos sacaban chispas del pavimento de piedras. Envueltos en la oscuridad los rebeldes avanzaron sin apenas resistencia.
Dicen las crónicas que duró tres días el encuentro y pelea, trabando en la plaza y calles muy sangrienta guerra. Vinieron a las manos muchas veces y con grande porfía, hasta que, acobardados los de la parte del Duque con el nombre del rey, a quienes los contrarios apellidaban, se les hubieron de rendir. Los del castillo se defendieron más tiempo por ser, como es, muy fuerte y, finalmente se entregó a los de la parte del rey.
Pero, pocos días después, seguro que, en su fuero interno, Diego de Lobera disfrutaría aquella mañana del día 20 de octubre del mismo año 1488, en que murió el Duque, cuando en las puertas de la Catedral de Plasencia, el propio rey Don Fernando juraba ante el escribano público Ruy González, regidores, caballeros y capitulares de dicha iglesia:
Guardar, defender, y amparar al Concejo, vecinos y moradores desta su ciudad de Plasencia, en sus fueros y privilegios, mercedes, libertades y franquezas, que esta dicha ciudad y personas de ella y su término tienen.
Se acabó el poder feudal, Plasencia retornaba a ser ciudad libre, y los placentinos contentos u exultantes, colocaron lápidas de piedra en las puertas de entrada a la ciudad proclamando su libertad recientemente conquistada.
Sin embargo, otro contratiempo le faltaba a Diego de Lobera para considerarse feliz y rehabilitado. Como sucesor del anterior obispo, se promociona a la diócesis de Plasencia a un antiguo compañero suyo del Cabildo de Salamanca, el maestrescuela de aquella Catedral Don Gutierre Álvarez de Toledo, hijo de los Duques de Alba y cuya carrera eclesiástica ascendente, estaba dirigida por su madre que imploró permanentemente al Papa Sixto IV, el progreso de su vástago.
Ya habían tenido sus más y sus menos Diego de Lobera y el nuevo obispo en Salamanca. Hasta el punto de que este mismo Papa se tuvo que dirigir a los Duques de Alba exhortándoles a “que hagan desistir a su hijo Gutierre, de apoderarse de las iglesias de Santo Tomás y San Martín, que están reservadas para el canónigo de aquella catedral Diego de Lobera”.
No debieron ser muy cordiales tampoco las relaciones del Chantre y el Obispo en Plasencia, porque también nos enteramos que Alvarez de Toledo le pasó una factura al chantre de 18.000 maravedíes, por unas rejas de hierro que se había llevado del Palacio Episcopal a su ermita del Puerto. Y también supimos que, muerto el Chantre, sus albaceas tuvieron muchas dificultades para cobrar al obispo un préstamo de 80.000 maravedíes que no le había pagado y que presumiblemente no consiguieron que desembolsara. Por eso creo que, en contra de la opinión que expresan algunas historias de la Virgen del Puerto que he visto, la relación del Chantre y el Obispo no debió ser muy buena.
Pero lo cierto es que nada más llegar, el nuevo obispo, Gutierre Alvarez de Toledo se propone construir en Plasencia una nueva catedral y lógicamente cuenta con el Chantre, que además es arquitecto, para participar en esta renovación de la iglesia y de la ciudad propia de los nuevos tiempos.
Tres importantes obras lleva entre manos Diego de Lobera en ese momento: la ermita de la Virgen del Puerto, la remodelación del Palacio Episcopal, y también sabemos que supervisa la construcción de una capilla en el Hospital de Santa María, lugar en el que ahora mismo nos encontramos.
Con este nuevo impulso constructor del Renacimiento, aparecieron en Plasencia Enrique Egas y Rodrigo Alemán. El primero como autor de los planos y el proyecto del nuevo templo. Un gran edificio con planta en forma de “Cruz latina” y tres naves con bóvedas a la misma altura, un gran avance arquitectónico con respecto a las catedrales góticas que ya existían. Un templo grandioso, esbelto, donde las columnas sin capiteles se abrieran sobre la bóveda como una palmera.
Por su parte, vino también Rodrigo Alemán, contratado previamente para elaborar el Coro de la vieja Catedral románica, una joya artística única y, sin duda, el patrimonio artístico más notable con que cuenta nuestra ciudad.(Estamos precisamente en el Complejo Cultural que lleva su nombre).
La amistad con su colega de profesión y además canónigo, Diego de Lobera debió surgir de inmediato. Los tres serían buenos amigos de charla, de intercambio de conocimientos técnicos y sobre todo, como buenos profesionales de la construcción. No olvidemos que Rodrigo Alemán, después del Coro hizo el Puente Nuevo y la Portada del Convento de las Claras.
Tanto el alarife Egas como el maestro Rodrigo eran artistas avezados en el labrado de la piedra y en la talla de la madera, extraordinarios y reconocidos profesionales, (tal vez ambos venidos de Flandes) con amplitud de ideas, que importaban nuevas formas artísticas y laborales puesto que al igual que en Plasencia trabajaban en infinidad de nuevos proyectos en distintas diócesis españolas.
El Chantre firma con Rodrigo Alemán el contrato para hace el facistol del Coro y seguro que las puertas de su casa en la calle Zapatería, se abrirían desde el primer momento para recibir con gusto a los reconocidos artistas extranjeros que coincidieron en Plasencia con el ambicioso programa de hacer una nueva Catedral.
También seguro que alguna tarde de primavera Diego de Lobera y sus amigos subirían juntos a ver las obras de la nueva ermita de la Virgen del Puerto, su obra propia y más querida. Por allí rondaría Rodrigo Alemán aconsejando que la nueva talla de la Virgen fuera de madera e incluso explicándole al Chantre cómo en Flandes y en Italia, en esos mismos años, se tallaban imágenes y se pintaban tablas con la imagen de la Virgen amamantando al Niño. Y el maestro Enrique Egas lo confirmaría.
Subirían a la ermita a caballo, por estrechos vericuetos entre canchos, alcornoques y madroños y no me cabe duda que pensando en su imaginación creativa diseñar y hacer algún camino que facilitase el acceso de los placentinos hasta el lugar donde se establecería el culto religioso en honor de Nuestra Señora.
También le habría sugerido al Chantre la humanización de Nuestra Señora con esta forma tan maternal, el Prior de los Dominicos, Fray Juan López, confesor de la Duquesa de Plasencia, Leonor de Pimentel. En su día se habían conocido en Salamanca, cuando el teólogo Fray Juan, en el Convento Dominico de San Esteban, escribía una obra piadosa dedicada a Doña Leonor y en honor de Nuestra Señora, con continuas jaculatorias como ésta:
“Oh Reina del Cielo, oh graciosísima señora mía, oh fuente clara del paraíso, sea yo digna de gustar la frescura de vuestra agua, Oh pechos santísimos, Oh mamillas de alto amparo, oh torre de seguro acotar, guarida de pacífica defensión, que con su dulzura aplaca la justa furia del riguroso Juez!”
La obra de la que sólo queda un ejemplar manuscrito en la Biblioteca Nacional, fue escrita quizás para un uso privado de Doña Leonor, para mover y excitar la devoción a María de una joven dama noble, a la que al mismo tiempo se propone como modelo de comportamiento, para una mujer casada y madre, como era la Duquesa de Plasencia.
Todavía no había nacido la advocación de Virgen del Puerto. El propio Luis de Toro en su manuscrito, la más antigua referencia de la historia de Plasencia, dice así:
“En la cima del monte que mira a la ciudad, hacia el septentrión, a unas tres millas de distancia hay una capilla de la Santa Madre de Dios, ciertamente pequeñita pero hermosa, (con una casa adjunta y algunos huertos) muy célebre ciertamente en este país, tanto por las muchas cosas admirables que la Madre de Dios hace en él, como por la amenidad del paisaje en el que descubren ojos espaciosos prados, sorprendentemente verdes, por aquella parte que está muy abierta”.
Durante el siglo XV, los tiempos eran duros, apasionados, contradictorios, había grandes vicios y grandes virtudes. Muchos conventos de frailes y monjas se habían relajado en el cumplimiento de las reglas. Los buenos hábitos de oración y pobreza se habían olvidado. Y la buena vida se la daban algunas comunidades. Entre ellos los frailes del Convento de San Francisco de Plasencia, a quienes Rodrigo Alemán ya critica en el coro de la catedral, retratándolos convertidos en pellejos de vino o tratando de seducir a alguna doncella, por supuesto con el beneplácito del Cabildo.
Algunos de estos frailes desengañados y otros hombres fieles, deseosos de reformar las costumbres y volver a los principios humildes de San Francisco de Asís, formaron pequeñas comunidades, alejadas de la ciudad, viviendo con pobreza, con mortificación, sin bienes de ningún tipo y amparados sólo por las limosnas.
Estos devotos reformadores, tenían dos comunidades en Plasencia, viviendo en el campo, como eremitas, en casas abandonadas o en cuevas, alrededor de una pequeña capilla donde rezar. Una comunidad se llamaba de San Cristóbal y estaba en el cerro que hay frente al Puente de Trujillo, la otra se situaba en Valcorchero, junto a la puerta del camino que va a Castilla y veneraban a la Virgen.
Los franciscanos del Convento de San Francisco de Plasencia contaban con cierto apoyo seglar, sobre todo de los poderosos y de las instituciones eclesiásticas, y así encubrían prácticas de la propiedad privada; vida profana de algunos frailes dedicados al tráfico mercantil, al ejercicio de la medicina, estrictamente vedada a los eclesiásticos, a los espectáculos populares e incluso a la intriga política, tan insidiosa en el momento; vagabundeo y descontrol religioso.
En estos tiempos con una iglesia corrupta, que vendía indulgencias, que poseía enormes propiedades y se entregaba a ostentosos rituales, también se convierte en un hervidero de movimientos espirituales, cuyo último fin es el cambio de una religiosidad externa y jerarquizada a un cristianismo interior, más sensible, más próximo a Dios, más espiritual.
Aparecen nuevas devociones, una especial presencia de la Madre de Dios en la liturgia y en consecuencia personas piadosas y amantes de una espiritualidad intimista, un cristianismo interior. Comienza la oración directa con Dios y la Virgen, desde dentro de cada uno, sin latines que no se entienden o se recitan como papagayos y sin la mediación permanente de “aparato” eclesial.
Faltaban algunos años, pocos, para que apareciera en este escenario el gran reformador de la Orden que fue San Pedro de Alcántara. Y nos cuenta la historia cómo se burlaron de él los franciscanos placentinos cuando visitó este Convento, hoy convertido en Residencia de Ancianos.
Es así cómo la Orden de San Francisco se dividió en dos clases de frailes, los conventuales por un lado y los descalzos u observantes, por otro, a los que despectivamente llamaba “capuchos”. Los Papas y los Reyes Católicos vieron con agrado este movimiento reformador, sobre todo el confesor de Isabel, Cisneros, que era observante y consiguió de Roma bulas de reconocimiento para estos frailes reformadores procedentes del movimiento de los eremitas.
Es así cómo los franciscanos de San Francisco llamaron a los otros “hermanos de la Bula” y los franciscanos observantes llamaron a aquellos “hermanos de la bolsa”.
En la biografía del Dean de la Catedral Diego de Jerez, describe Domingo Sánchez Loro este texto siguiente:
“Los ermitaños del Puerto, en sus chozuelas desmedradas, su¬frían penurias y estrecheces. Cuando la necesidad apretaba, acu¬dían al Cabildo de la Catedral, que de por año solía distribuir en limosna ciertos maravedíes o cosa que lo valiera. En las actas ca¬pitulares se habla de tejas, maderos y tablas, que se dieron en li¬mosna los ermitaños del Puerto para aderezar sus pobres chabolas.
El Cabildo de la Iglesia Mayor, la Ciudad y el pueblo rendían estima a las asperezas de los ermitaños. El concurso de viandantes en el puerto de Valcorchero admiró sus virtudes y las gracias de la Se¬ñora ante la que hacían sus devociones. Algunos se lamentaban de que la Virgen del Puerto morase en tan ruin albergue. Sentíalo más que todos un devoto chantre que había en la Catedral, llamado Diego de Lobera.
El chantre don Diego de Lobera empleó los días de su vida y los dineros de su cargo en obras de prestancia para sí, para la Iglesia, para el Obispado y para la Ciudad. Era arquitecto e hizo grandes obras: no se ocupó de vincular su nombre a las cosas que hacía.”
Así pues, nos dice Don Francisco Cuesta, actual archivero de la Catedral, la ermita de la Virgen del Puerto fue construida a su costa por el Chantre Lobera, el gran devoto de aquella venerable imagen. Y no sólo edificó el templo, sino que en virtud de sus facultades dispuso que
“El oratorio y ermita de Nuestra Señora del Puerto y casas y viñas y todo lo de a ella anejo, lo hubiesen y tomasen en cargo y administración el guardián, frailes y convento del Monasterio del Señor San Francisco, extramuros de esta ciudad de Plasencia”
Las condiciones que impuso a los frailes fueron: que cada semana dijesen dos misas por el eterno descanso de su alma. Una, e lunes en el convento y otra el sábado en el altar de dicho oratorio. Así se fomentaría la romería al santuario, al menos los sábados.
La ermita permaneció al cuidado de los franciscanos hasta el año 1570, que pasó a depender del Obispo, en este caso del Obispo Ponce de León.
Aparecen nuevas devociones, una especial presencia de la Madre de Dios en la liturgia y en consecuencia personas piadosas y amantes de una espiritualidad intimista, un cristianismo interior. Comienza la oración directa con Dios y la Virgen, desde dentro de cada uno, sin latines que no se entienden o se recitan como papagayos y sin la mediación permanente de “aparato” eclesial.
Faltaban algunos años, pocos, para que apareciera en este escenario el gran reformador de la Orden que fue San Pedro de Alcántara. Y nos cuenta la historia cómo se burlaron de él los franciscanos placentinos cuando visitó este Convento, hoy convertido en Residencia de Ancianos.
Es así cómo la Orden de San Francisco se dividió en dos clases de frailes, los conventuales por un lado y los descalzos u observantes, por otro, a los que despectivamente llamaba “capuchos”. Los Papas y los Reyes Católicos vieron con agrado este movimiento reformador, sobre todo el confesor de Isabel, Cisneros, que era observante y consiguió de Roma bulas de reconocimiento para estos frailes reformadores procedentes del movimiento de los eremitas.
Es así cómo los franciscanos de San Francisco llamaron a los otros “hermanos de la Bula” y los franciscanos observantes llamaron a aquellos “hermanos de la bolsa”.
En la biografía del Dean de la Catedral Diego de Jerez, describe Domingo Sánchez Loro este texto siguiente:
“Los ermitaños del Puerto, en sus chozuelas desmedradas, su¬frían penurias y estrecheces. Cuando la necesidad apretaba, acu¬dían al Cabildo de la Catedral, que de por año solía distribuir en limosna ciertos maravedíes o cosa que lo valiera. En las actas ca¬pitulares se habla de tejas, maderos y tablas, que se dieron en li¬mosna los ermitaños del Puerto para aderezar sus pobres chabolas.
El Cabildo de la Iglesia Mayor, la Ciudad y el pueblo rendían estima a las asperezas de los ermitaños. El concurso de viandantes en el puerto de Valcorchero admiró sus virtudes y las gracias de la Se¬ñora ante la que hacían sus devociones. Algunos se lamentaban de que la Virgen del Puerto morase en tan ruin albergue. Sentíalo más que todos un devoto chantre que había en la Catedral, llamado Diego de Lobera.
El chantre don Diego de Lobera empleó los días de su vida y los dineros de su cargo en obras de prestancia para sí, para la Iglesia, para el Obispado y para la Ciudad. Era arquitecto e hizo grandes obras: no se ocupó de vincular su nombre a las cosas que hacía.”
Así pues, nos dice Don Francisco Cuesta, actual archivero de la Catedral, la ermita de la Virgen del Puerto fue construida a su costa por el Chantre Lobera, el gran devoto de aquella venerable imagen. Y no sólo edificó el templo, sino que en virtud de sus facultades dispuso que
“El oratorio y ermita de Nuestra Señora del Puerto y casas y viñas y todo lo de a ella anejo, lo hubiesen y tomasen en cargo y administración el guardián, frailes y convento del Monasterio del Señor San Francisco, extramuros de esta ciudad de Plasencia”
Las condiciones que impuso a los frailes fueron: que cada semana dijesen dos misas por el eterno descanso de su alma. Una, e lunes en el convento y otra el sábado en el altar de dicho oratorio. Así se fomentaría la romería al santuario, al menos los sábados.
La ermita permaneció al cuidado de los franciscanos hasta el año 1570, que pasó a depender del Obispo, en este caso del Obispo Ponce de León.
Y entonces yo me pregunto, como podréis hacer cualquiera de vosotros ¿porqué razón el Chantre no entregó en su testamento el cuidado de la ermita a los franciscanos observantes iniciadores de la devoción a la Virgen del Puerto y sin embargo se la cedió a los franciscanos conventuales del Convento de San Francisco de Plasencia?.
¿Sería por garantizar el futuro de su obra?. Los frailes de San Francisco era una congregación más estable y segura que aquél incipiente movimiento reformador de la Orden, aunque a la postre fueron éstos últimos, los observantes, quienes ganaron la batalla.
¿Sería por mandato del Obispo? Es evidente que en la biografía de Alvarez de Toledo, hijo de los Duque de Alba no se adivina ningún espíritu reformador, más bien grandioso y llamativo y ambicioso, como lo era la edificación de una gran catedral.
¿Sería por garantizar el futuro de su obra?. Los frailes de San Francisco era una congregación más estable y segura que aquél incipiente movimiento reformador de la Orden, aunque a la postre fueron éstos últimos, los observantes, quienes ganaron la batalla.
¿Sería por mandato del Obispo? Es evidente que en la biografía de Alvarez de Toledo, hijo de los Duque de Alba no se adivina ningún espíritu reformador, más bien grandioso y llamativo y ambicioso, como lo era la edificación de una gran catedral.
¿Sería en un intento de unir las dos corrientes que en ese tiempo dividían a la Orden de San Francisco?
Yo no lo sé pero tampoco me imagino en Diego de Lobera ningún talante conservador. Las llamadas misericordias del Coro de la Catedral de Plasencia dan fe de ello. Siendo el capitular de quien más directamente dependía la fábrica del Coro, permitió que Rodrigo Alemán satirizara con una crítica muy directa a los frailes de aquél tiempo. Y por otra parte, sus descendientes, como veremos a continuación, dieron buenas pruebas de formar parte del estamento eclesiástico reformador, como sobradamente lo demostró años más tarde la madre Ana de Lobera, la mano derecha de Santa Teresa de Jesús reformadora del Carmelo.
La nota necrológica del Chantre nos la ofrece el canónigo Benavides Checa en su obra dedicada a los Prelados Placentinos:
“El 16 de diciembre de 1502 falleció el Ilmo. Sr. Don Diego de Lobera, Chantre de esta S.I., notable Arquitecto, fundador de la ermita de Ntra Sra. Del Puerto, en el año 1480 y el primero que introdujo la devoción a esta venerable imagen, Patrona hoy de Plasencia.
Fue sepultado en el Crucero de la Catedral, y se pagaron a la fábrica por la sepultura del Sr. Chantre 20.000 maravedís, hoy la laude está colocada en el claustro”.
Al amparo del Chantre, una buena parte de su familia de Medina del Campo se trasladó a Plasencia. A partir del Chantre los Lobera simbolizan el “hilo conductor” de la devoción a la Virgen del Puerto en esta sucesión de parientes, que ocuparon sitio de honor en la Iglesia Católica y en su renovación, que como ya es conocido, se aceleró a partir del Concilio de Trento.
Murió el Chantre en los años de la mayor crisis que haya podido haber en el seno de la Iglesia Católica a lo largo de su historia. Mientras Diego de Lobera expiraba en Plasencia, otras personas y otras poblaciones del mismo imperio español estaban decididas a acabar con la crisis de la Iglesia de una manera tajante y rápida. En esos mismos años, un fraile agustino, Martín Lutero se rebelaba contra el Papa y arrastraba en sus tesis crítica sobre el tráfico de indulgencias a media Cristiandad.
Entre las respuestas católicas, merece destacarse el Concilio de Trento y la creación por San Ignacio de Loyola de la Compañía de Jesús. En este Concilio se encontraron el Obispo de Plasencia y el padre Diego Laínez, sucesor de San Ignacio y acordaron entre ambos fundar en nuestra ciudad un Colegio de la Compañía.
Y entre los primeros jesuitas que pasean por Plasencia e imparten doctrina católica y rezan en la iglesia de Santa Ana y son especialmente devotos de la Virgen del Puerto, ya tenemos de nuevo a los Lobera. Es fácil pensar que como continuador de la impronta que en Plasencia dejó el Chantre, llegara a nuestra ciudad un joven sucesor de la familia. Se llamaba Cristobal de Lobera y aunque había nacido en Medina del Campo entró en la Compañía de Jesús en Plasencia el 4 de julio de 1558. Lo recibió el rector del colegio, P. Martín Gutiérrez. Cuando le preguntaron por su vida y por su vocación contestó lo siguiente, según nos cuenta el cisterciense Patricio Guerín:
“Sus padres han fallecido. Tiene una hermana que, "por casar tiene suficientemente". La salud de Cristóbal "Un poco tengo el estómago opilado". Ha escogido la Compañía de Jesús "con motivo de ir a Indias y ser bueno". "Entré muy contento y consolado". Ha practicado los Ejercicios de San Ignacio, los de la primera semana dos veces durante dieciséis días. Ha enseñado el catecismo y hecho la peregrinación prescrita para los novicios en plan de mendigar. Ha hecho los servicios domésticos y confesión general cinco veces. Ha renovado seis veces los votos de religión en público y muchas más en privado... Antes de entrar a novicio a los catorce años, ya practicaba el ayuno y la disciplina y algo también la oración mental y vocal. En Plasencia estudió como novicio y estuvo muy enfermo durante el resto del noviciado”.
No fue misionero en Las Indias, como pretendía Cristóbal de Lobera y poco más sabemos de él, salvo que tuvo una salud quebradiza y que los últimos años de su vida los pasó en Plasencia, donde murió, pero siendo siempre fiel a la devoción por la Virgen del Puerto como enseña familiar.
Está un poco confusa la saga familiar de los Lobera pero nos dice Ángel Manrique en su “Vida de la Venerable Madre Ana de Jesús” publicada en Bruselas en 1632 que el apellido Lobera llegó a Plasencia con el Canónigo y sus hermanos.
Y que de éstos descendieron Cristóbal de Lobera y Torres, jesuita, al que acabo de citar y su hermana la Venerable Ana de Jesús. También hay noticias de otro Cristóbal Lobera y un hermano jesuita, primos de los anteriores.
Siendo sus padres de Plasencia, no se sabe por qué los dos hermanos primeros nacieron en Medina del Campo y los dos segundos en Plasencia, hijos del licenciado Diego de Lobera y de Francisca de Torres. Pero de lo que no cabe la menor duda es de que todos ellos estuvieron viviendo en esta ciudad y todos veneraron a la Virgen del Puerto de forma instensa y especial.
No me puedo extender mucho, pero es imposible en un pregón dedicado a la Virgen del Puerto el no citar a las dos grandes personalidades de la familia Lobera, que hicieron más que nadie por extender su devoción.
La primera, Ana de Lobera, hermana de Cristóbal, el jesuita citado. De las muchas biografías que existen, en todos los idiomas, dedicadas a esta monja carmelita y andariega como su hermana y compañera Santa Teresa de Jesús, entresaco algunos párrafos referidos a Plasencia y a la Virgen del Puerto.
Vive en Plasencia más de 10 años en la etapa de su juventud. Durante este tiempo ella vivió en intensa oración y penitencia. Empleaba las tardes en los hospitales cuidando a las mujeres enfermas y daba a los pobres cuantas limosnas podía. Si le quedaba algún rato hacía encajes y ropas de iglesia. Doña Ana no vive su inquietud religiosa a solas, convivía con un grupo de jóvenes de la familia, todos con ansias de consagrarse a Dios; su hermano, que entró jesuita y su prima María de Lobera que entró en Salamanca como Carmelita Descalza y otra prima también llamada María que profesó en el Monasterio de las Clarisas de Plasencia.
En busca de su vocación Ana y sus primas acudían con frecuencia a rezar a la ermita de la Virgen del Puerto. La Virgen del Puerto aparece como guía espiritual de Ana a lo largo de toda su ajetreada vida posterior hasta su muerte en Bruselas.
Ana de Lobera se pone bajo la dirección de Pedro Rodríguez, fundador del reciente colegio de la Compañía en Plasencia. La Compañía de Jesús era la corriente más nueva e innovadora en la Iglesia y en España. El P. Pedro es un hombre adornado de letras y virtudes (“espiritual y letrado”, que diría la Santa). Este jesuita conoce las fundaciones y la tarea que desde Ávila realiza la madre Teresa de Jesús reformando la Orden del Carmelo, y sugiere a Ana de Lobera que ingrese como Carmelita Descalza.
En el camino hacia el convento se pasa por la ermita de Nuestra Señora del Puerto, distante una legua de Plasencia, a la que tenían gran devoción los antepasados de la familia Lobera, adonde ella había ido muchas veces descalza y rezando el rosario. Bajó de la cabalgadura a despedirse por última vez de la Santísima Virgen y pedirle su bendición con hartas lágrimas. Y aquí se cierra una parte de la vida de Doña Ana para comenzar otra: la de Carmelita Descalza.
En otra biografía de la Madre Ana de Jesús Lobera, la escrita por Carlos Ros, se refiere esta despedida de la Virgen de la siguiente manera:
A la salida de Plasencia, la comitiva se detiene a rezar y despedirse de la Virgen del Puerto, tan venerada por los placentinos, cuya ermita se sitúa en el monte que mira a la ciudad. La ermita que tantas veces ha visitado Ana de Jesús tiene resabios familiares, pues fue fundada por su antecesor el Chantre Diego de Lobera. El hizo construir sobre este monte una hermosa capilla, fundó una capellanía con misa semanal, y mandó tallar una imagen que sustituyera a la antigua medieval. Es una preciosa imagen que muestra a una maternal Virgen del Puerto amamantando al niño Jesús. Con la bendición de la Virgen del Puerto, la comitiva siguió adelante.
La relación de Ana de Lobera con Santa Teresa de Jesús y con San Juan de la Cruz fueron realmente intensas y privilegiadas. En una de las pocas cartas que se conservan Santa Teresa la dice:
“Hija mía y corona mía, no me harto de dar gracias a Dios por la merced que me hizo en traerme a vuestra reverencia a la religión y a nuestra comunidad”.
Por eso no tiene nada de extraño que cuando se erige el convento de Beas, primera fundación en tierras andaluzas. Santa Teresa no lo duda y elige como co-fundadora y priora a Ana de Jesús.
La Madre Teresa había fallecido sin poder realizar su sueño de fundar en Madrid. Pero un año después de morir, por fin y a petición del provincial Nicolás Doria se erige el convento de Carmelitas Descalzas de Santa Ana en Madrid y para superiora de la nueva fundación escogió el P. Doria a la madre priora de Granada, Ana de Jesús Lobera.
Ana de Jesús Lobera, fundó los conventos de carmelitas descalzas en París, Mons, Lovaina y Bruselas, siendo priora del Monasterio de la Encarnación de París y terminando sus días, a principios del siglo XVI en la capital de Bélgica.
No me puedo extender más, pero sí quiero dejar constancia de una referencia francesa a la madre Ana de Jesús, debida al famoso jesuita y conocido escritor contemporáneo Henri Bremond, porque de algún modo resume su biografía:
Ana de Jesús Lobera primera priora de la Descalcez francesa, pasó en Plasencia su juventud, adoctrinada por los Padres de la Compañía, en particular por el P. Pedro Rodriguez, hasta su ingreso en el Carmen de Avila en 1570. Distinguida justamente por santa Teresa, desde el mismo momento de su conocimiento, convivió con ésta de manera estrechísima en los primeros años de su formación carmelitana, para muy pronto ser destinada a cargos de creciente responsabilidad. Maestra de novicias en Salamanca durante cuatro años. Priora de Beas durante ocho, llevará a cabo más tarde, junto a Juan de la Cruz -su tercer gran maestro-, la fundación de Granada , en la que permanecerá, al frente del priorato, hasta la fundación en Madrid, del ansiado Carmelo de santa Ana, asumido ya su papel de sucesora de santa Teresa en el Carmen descalzo.
Ya sólo me queda de la familia placentina de los Lobera, el Obispo de Plasencia, Cristóbal de Lobera, un obispo paisano nuestro, nacido aquí, en nuestra propia ciudad, primo de Ana Lobera y gran promotor de la devoción a la Virgen del Puerto y, lógicamente, a Santa Teresa, teniendo en cuenta la relación especial que había tenido con su prima Ana.
Dice Don Francisco Cuesta en su Episcopologio, (del que muchos placentinos estamos esperando que se publique la segunda parte), que Cristóbal de Lobera nació posiblemente en la casa de sus padres en la calle Zapatería, de la que ya hemos hablado. Sus progenitores fueron el Licenciado Diego de Lobera y Francisca de Torres, que pertenecían a una familia acomodada de la ciudad del Jerte. Por su parte Don Manuel Sánchez-Mora nos cuenta que eran los dueños de la Dehesa de los Caballos, en la carretera de Trujillo.
Cuando sólo contaba 28 años tomó posesión de la dignidad eclesiástica de Maestrescuela de la S. I. Catedral de su ciudad natal, Plasencia. Aquí se forjó como clérigo, perteneciendo al Cabildo de la Catedral durante más de treinta años, hasta que, en reconocimiento a las dotes personales que le adornaban fue promovido a la sede episcopal de Badajoz.
A partir de este momento y en poco más de quince años fue obispo de Osma, de Pamplona y de Córdoba, para terminar siendo nombrado obispo de Plasencia y por último Arzobispo de Santiago de Compostela, cargo que no llegó a ostentar porque murió aquí antes de tomar posesión.
La noticia del nombramiento de un placentino para la sede de Plasencia y, además, durante muchos años canónigo de esta Catedral, fue acogida con gran entusiasmo, no sólo por el clero, sino por todos los fieles en general. Hubo Te Deum, procesión, luminarias nocturnas, chirimías, festejos y repique de campanas.
A su llegada a la ciudad, Don Cristóbal de Lobera no quiso otro recibimiento que no fuera en la ermita de la Virgen del Puerto. Allí se tuvieron que trasladar los vecinos, la Corporación Municipal y el Cabildo de la Catedral para recibir al nuevo obispo con la solemnidad posible en este lugar.
Nosotros ya sabemos que no tiene nada de extraño ni de original este deseo del nuevo obispo para ser recibido a los pies de la Virgen del Puerto. La Virgen a la que esta vinculado por su familia y por ser placentino. Don Manuel también comenta que el obispo no quiso ocupar el Palacio Episcopal y se quedó a vivir en la casa de sus padres.
En la biografía de su prima Ana de Jesús, se hace referencia a varia correspondencia que ambos mantuvieron siendo ya Obispo de Badajoz. Ello explica, en parte, la consideración que Don Cristóbal tuvo por la Santa de Ávila. De tal modo, que después de la inmediata canonización de Santa Teresa tras su muerte, el obispo quisiera nombrarla copatrona de España junto con Santiago Apóstol.
Ello no fue posible porque el Papa Urbano VIII, después de tener redactado el breve pontificio aceptando este nombramiento, desistió finalmente de ello. Pero ello no mermó la devoción que siempre manifestara el obispo por Santa Teresa, amiga y compañera de su prima Ana. Hasta el punto de que en cuanto llegó a Plasencia mandó “fabricar y edificar una ermita que se intitule de Santa Teresa de Jesús, allá en el Ejido que está junto a los tejares, al lado de la heredad del olivar que allí tenemos….”
Así pues, el terrenos de la Dehesa de los Caballos, propiedad de la famila Lobera, se construyó el magnífico tempo dedicado a Santa Teresa donde actualmente se encuentra la tumba de nuestro Obispo Lobera.
Espero que mi intervención no os haya cansado. Me hubiera gustado abordar también el tema de las rogativas a la Virgen durante este mismo tiempo del que he hablado. Hubo muchas y de gran agradecimiento por parte de los placentinos a la Virgen del Puerto. Con motivo de la sequía, de la peste y de la plaga de la langosta, pero el tiempo no da para más. Pero os prometo que este otro tema de las rogativas le seguiré estudiando particularmente.
Os reitero las gracias por vuestra presencia. Muchas gracias también a Cándido Cabrera, Directiva y cofrades. Hago votos por que el fervor de todos nosotros a la Virgen del Puerto continúe por los siglos de los siglos. ¡Viva la Canchalera!-
Yo no lo sé pero tampoco me imagino en Diego de Lobera ningún talante conservador. Las llamadas misericordias del Coro de la Catedral de Plasencia dan fe de ello. Siendo el capitular de quien más directamente dependía la fábrica del Coro, permitió que Rodrigo Alemán satirizara con una crítica muy directa a los frailes de aquél tiempo. Y por otra parte, sus descendientes, como veremos a continuación, dieron buenas pruebas de formar parte del estamento eclesiástico reformador, como sobradamente lo demostró años más tarde la madre Ana de Lobera, la mano derecha de Santa Teresa de Jesús reformadora del Carmelo.
La nota necrológica del Chantre nos la ofrece el canónigo Benavides Checa en su obra dedicada a los Prelados Placentinos:
“El 16 de diciembre de 1502 falleció el Ilmo. Sr. Don Diego de Lobera, Chantre de esta S.I., notable Arquitecto, fundador de la ermita de Ntra Sra. Del Puerto, en el año 1480 y el primero que introdujo la devoción a esta venerable imagen, Patrona hoy de Plasencia.
Fue sepultado en el Crucero de la Catedral, y se pagaron a la fábrica por la sepultura del Sr. Chantre 20.000 maravedís, hoy la laude está colocada en el claustro”.
Al amparo del Chantre, una buena parte de su familia de Medina del Campo se trasladó a Plasencia. A partir del Chantre los Lobera simbolizan el “hilo conductor” de la devoción a la Virgen del Puerto en esta sucesión de parientes, que ocuparon sitio de honor en la Iglesia Católica y en su renovación, que como ya es conocido, se aceleró a partir del Concilio de Trento.
Murió el Chantre en los años de la mayor crisis que haya podido haber en el seno de la Iglesia Católica a lo largo de su historia. Mientras Diego de Lobera expiraba en Plasencia, otras personas y otras poblaciones del mismo imperio español estaban decididas a acabar con la crisis de la Iglesia de una manera tajante y rápida. En esos mismos años, un fraile agustino, Martín Lutero se rebelaba contra el Papa y arrastraba en sus tesis crítica sobre el tráfico de indulgencias a media Cristiandad.
Entre las respuestas católicas, merece destacarse el Concilio de Trento y la creación por San Ignacio de Loyola de la Compañía de Jesús. En este Concilio se encontraron el Obispo de Plasencia y el padre Diego Laínez, sucesor de San Ignacio y acordaron entre ambos fundar en nuestra ciudad un Colegio de la Compañía.
Y entre los primeros jesuitas que pasean por Plasencia e imparten doctrina católica y rezan en la iglesia de Santa Ana y son especialmente devotos de la Virgen del Puerto, ya tenemos de nuevo a los Lobera. Es fácil pensar que como continuador de la impronta que en Plasencia dejó el Chantre, llegara a nuestra ciudad un joven sucesor de la familia. Se llamaba Cristobal de Lobera y aunque había nacido en Medina del Campo entró en la Compañía de Jesús en Plasencia el 4 de julio de 1558. Lo recibió el rector del colegio, P. Martín Gutiérrez. Cuando le preguntaron por su vida y por su vocación contestó lo siguiente, según nos cuenta el cisterciense Patricio Guerín:
“Sus padres han fallecido. Tiene una hermana que, "por casar tiene suficientemente". La salud de Cristóbal "Un poco tengo el estómago opilado". Ha escogido la Compañía de Jesús "con motivo de ir a Indias y ser bueno". "Entré muy contento y consolado". Ha practicado los Ejercicios de San Ignacio, los de la primera semana dos veces durante dieciséis días. Ha enseñado el catecismo y hecho la peregrinación prescrita para los novicios en plan de mendigar. Ha hecho los servicios domésticos y confesión general cinco veces. Ha renovado seis veces los votos de religión en público y muchas más en privado... Antes de entrar a novicio a los catorce años, ya practicaba el ayuno y la disciplina y algo también la oración mental y vocal. En Plasencia estudió como novicio y estuvo muy enfermo durante el resto del noviciado”.
No fue misionero en Las Indias, como pretendía Cristóbal de Lobera y poco más sabemos de él, salvo que tuvo una salud quebradiza y que los últimos años de su vida los pasó en Plasencia, donde murió, pero siendo siempre fiel a la devoción por la Virgen del Puerto como enseña familiar.
Está un poco confusa la saga familiar de los Lobera pero nos dice Ángel Manrique en su “Vida de la Venerable Madre Ana de Jesús” publicada en Bruselas en 1632 que el apellido Lobera llegó a Plasencia con el Canónigo y sus hermanos.
Y que de éstos descendieron Cristóbal de Lobera y Torres, jesuita, al que acabo de citar y su hermana la Venerable Ana de Jesús. También hay noticias de otro Cristóbal Lobera y un hermano jesuita, primos de los anteriores.
Siendo sus padres de Plasencia, no se sabe por qué los dos hermanos primeros nacieron en Medina del Campo y los dos segundos en Plasencia, hijos del licenciado Diego de Lobera y de Francisca de Torres. Pero de lo que no cabe la menor duda es de que todos ellos estuvieron viviendo en esta ciudad y todos veneraron a la Virgen del Puerto de forma instensa y especial.
No me puedo extender mucho, pero es imposible en un pregón dedicado a la Virgen del Puerto el no citar a las dos grandes personalidades de la familia Lobera, que hicieron más que nadie por extender su devoción.
La primera, Ana de Lobera, hermana de Cristóbal, el jesuita citado. De las muchas biografías que existen, en todos los idiomas, dedicadas a esta monja carmelita y andariega como su hermana y compañera Santa Teresa de Jesús, entresaco algunos párrafos referidos a Plasencia y a la Virgen del Puerto.
Vive en Plasencia más de 10 años en la etapa de su juventud. Durante este tiempo ella vivió en intensa oración y penitencia. Empleaba las tardes en los hospitales cuidando a las mujeres enfermas y daba a los pobres cuantas limosnas podía. Si le quedaba algún rato hacía encajes y ropas de iglesia. Doña Ana no vive su inquietud religiosa a solas, convivía con un grupo de jóvenes de la familia, todos con ansias de consagrarse a Dios; su hermano, que entró jesuita y su prima María de Lobera que entró en Salamanca como Carmelita Descalza y otra prima también llamada María que profesó en el Monasterio de las Clarisas de Plasencia.
En busca de su vocación Ana y sus primas acudían con frecuencia a rezar a la ermita de la Virgen del Puerto. La Virgen del Puerto aparece como guía espiritual de Ana a lo largo de toda su ajetreada vida posterior hasta su muerte en Bruselas.
Ana de Lobera se pone bajo la dirección de Pedro Rodríguez, fundador del reciente colegio de la Compañía en Plasencia. La Compañía de Jesús era la corriente más nueva e innovadora en la Iglesia y en España. El P. Pedro es un hombre adornado de letras y virtudes (“espiritual y letrado”, que diría la Santa). Este jesuita conoce las fundaciones y la tarea que desde Ávila realiza la madre Teresa de Jesús reformando la Orden del Carmelo, y sugiere a Ana de Lobera que ingrese como Carmelita Descalza.
En el camino hacia el convento se pasa por la ermita de Nuestra Señora del Puerto, distante una legua de Plasencia, a la que tenían gran devoción los antepasados de la familia Lobera, adonde ella había ido muchas veces descalza y rezando el rosario. Bajó de la cabalgadura a despedirse por última vez de la Santísima Virgen y pedirle su bendición con hartas lágrimas. Y aquí se cierra una parte de la vida de Doña Ana para comenzar otra: la de Carmelita Descalza.
En otra biografía de la Madre Ana de Jesús Lobera, la escrita por Carlos Ros, se refiere esta despedida de la Virgen de la siguiente manera:
A la salida de Plasencia, la comitiva se detiene a rezar y despedirse de la Virgen del Puerto, tan venerada por los placentinos, cuya ermita se sitúa en el monte que mira a la ciudad. La ermita que tantas veces ha visitado Ana de Jesús tiene resabios familiares, pues fue fundada por su antecesor el Chantre Diego de Lobera. El hizo construir sobre este monte una hermosa capilla, fundó una capellanía con misa semanal, y mandó tallar una imagen que sustituyera a la antigua medieval. Es una preciosa imagen que muestra a una maternal Virgen del Puerto amamantando al niño Jesús. Con la bendición de la Virgen del Puerto, la comitiva siguió adelante.
La relación de Ana de Lobera con Santa Teresa de Jesús y con San Juan de la Cruz fueron realmente intensas y privilegiadas. En una de las pocas cartas que se conservan Santa Teresa la dice:
“Hija mía y corona mía, no me harto de dar gracias a Dios por la merced que me hizo en traerme a vuestra reverencia a la religión y a nuestra comunidad”.
Por eso no tiene nada de extraño que cuando se erige el convento de Beas, primera fundación en tierras andaluzas. Santa Teresa no lo duda y elige como co-fundadora y priora a Ana de Jesús.
La Madre Teresa había fallecido sin poder realizar su sueño de fundar en Madrid. Pero un año después de morir, por fin y a petición del provincial Nicolás Doria se erige el convento de Carmelitas Descalzas de Santa Ana en Madrid y para superiora de la nueva fundación escogió el P. Doria a la madre priora de Granada, Ana de Jesús Lobera.
Ana de Jesús Lobera, fundó los conventos de carmelitas descalzas en París, Mons, Lovaina y Bruselas, siendo priora del Monasterio de la Encarnación de París y terminando sus días, a principios del siglo XVI en la capital de Bélgica.
No me puedo extender más, pero sí quiero dejar constancia de una referencia francesa a la madre Ana de Jesús, debida al famoso jesuita y conocido escritor contemporáneo Henri Bremond, porque de algún modo resume su biografía:
Ana de Jesús Lobera primera priora de la Descalcez francesa, pasó en Plasencia su juventud, adoctrinada por los Padres de la Compañía, en particular por el P. Pedro Rodriguez, hasta su ingreso en el Carmen de Avila en 1570. Distinguida justamente por santa Teresa, desde el mismo momento de su conocimiento, convivió con ésta de manera estrechísima en los primeros años de su formación carmelitana, para muy pronto ser destinada a cargos de creciente responsabilidad. Maestra de novicias en Salamanca durante cuatro años. Priora de Beas durante ocho, llevará a cabo más tarde, junto a Juan de la Cruz -su tercer gran maestro-, la fundación de Granada , en la que permanecerá, al frente del priorato, hasta la fundación en Madrid, del ansiado Carmelo de santa Ana, asumido ya su papel de sucesora de santa Teresa en el Carmen descalzo.
Ya sólo me queda de la familia placentina de los Lobera, el Obispo de Plasencia, Cristóbal de Lobera, un obispo paisano nuestro, nacido aquí, en nuestra propia ciudad, primo de Ana Lobera y gran promotor de la devoción a la Virgen del Puerto y, lógicamente, a Santa Teresa, teniendo en cuenta la relación especial que había tenido con su prima Ana.
Dice Don Francisco Cuesta en su Episcopologio, (del que muchos placentinos estamos esperando que se publique la segunda parte), que Cristóbal de Lobera nació posiblemente en la casa de sus padres en la calle Zapatería, de la que ya hemos hablado. Sus progenitores fueron el Licenciado Diego de Lobera y Francisca de Torres, que pertenecían a una familia acomodada de la ciudad del Jerte. Por su parte Don Manuel Sánchez-Mora nos cuenta que eran los dueños de la Dehesa de los Caballos, en la carretera de Trujillo.
Cuando sólo contaba 28 años tomó posesión de la dignidad eclesiástica de Maestrescuela de la S. I. Catedral de su ciudad natal, Plasencia. Aquí se forjó como clérigo, perteneciendo al Cabildo de la Catedral durante más de treinta años, hasta que, en reconocimiento a las dotes personales que le adornaban fue promovido a la sede episcopal de Badajoz.
A partir de este momento y en poco más de quince años fue obispo de Osma, de Pamplona y de Córdoba, para terminar siendo nombrado obispo de Plasencia y por último Arzobispo de Santiago de Compostela, cargo que no llegó a ostentar porque murió aquí antes de tomar posesión.
La noticia del nombramiento de un placentino para la sede de Plasencia y, además, durante muchos años canónigo de esta Catedral, fue acogida con gran entusiasmo, no sólo por el clero, sino por todos los fieles en general. Hubo Te Deum, procesión, luminarias nocturnas, chirimías, festejos y repique de campanas.
A su llegada a la ciudad, Don Cristóbal de Lobera no quiso otro recibimiento que no fuera en la ermita de la Virgen del Puerto. Allí se tuvieron que trasladar los vecinos, la Corporación Municipal y el Cabildo de la Catedral para recibir al nuevo obispo con la solemnidad posible en este lugar.
Nosotros ya sabemos que no tiene nada de extraño ni de original este deseo del nuevo obispo para ser recibido a los pies de la Virgen del Puerto. La Virgen a la que esta vinculado por su familia y por ser placentino. Don Manuel también comenta que el obispo no quiso ocupar el Palacio Episcopal y se quedó a vivir en la casa de sus padres.
En la biografía de su prima Ana de Jesús, se hace referencia a varia correspondencia que ambos mantuvieron siendo ya Obispo de Badajoz. Ello explica, en parte, la consideración que Don Cristóbal tuvo por la Santa de Ávila. De tal modo, que después de la inmediata canonización de Santa Teresa tras su muerte, el obispo quisiera nombrarla copatrona de España junto con Santiago Apóstol.
Ello no fue posible porque el Papa Urbano VIII, después de tener redactado el breve pontificio aceptando este nombramiento, desistió finalmente de ello. Pero ello no mermó la devoción que siempre manifestara el obispo por Santa Teresa, amiga y compañera de su prima Ana. Hasta el punto de que en cuanto llegó a Plasencia mandó “fabricar y edificar una ermita que se intitule de Santa Teresa de Jesús, allá en el Ejido que está junto a los tejares, al lado de la heredad del olivar que allí tenemos….”
Así pues, el terrenos de la Dehesa de los Caballos, propiedad de la famila Lobera, se construyó el magnífico tempo dedicado a Santa Teresa donde actualmente se encuentra la tumba de nuestro Obispo Lobera.
Espero que mi intervención no os haya cansado. Me hubiera gustado abordar también el tema de las rogativas a la Virgen durante este mismo tiempo del que he hablado. Hubo muchas y de gran agradecimiento por parte de los placentinos a la Virgen del Puerto. Con motivo de la sequía, de la peste y de la plaga de la langosta, pero el tiempo no da para más. Pero os prometo que este otro tema de las rogativas le seguiré estudiando particularmente.
Os reitero las gracias por vuestra presencia. Muchas gracias también a Cándido Cabrera, Directiva y cofrades. Hago votos por que el fervor de todos nosotros a la Virgen del Puerto continúe por los siglos de los siglos. ¡Viva la Canchalera!-
GONZALO SANCHEZ RODRIGO de la A.C.P." PEDRO DE TREJO"
"SEMBRANDO INQUIETUDES"
No hay comentarios:
Publicar un comentario