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lunes, 16 de noviembre de 2020

Plasencia en la época de Fernando III el Santo.



 Conferencia impartida por la profesora Gloria Lora Serrano, en la semana Cultural del C.I.T. Octubre 2017.
        
A lo largo de este año se han venido celebrando en esta ciudad una serie de actos para rendir homenaje al pintor valenciano Joaquín Sorolla, con motivo del primer centenario de su presencia en Plasencia para pintar el célebre cuadro de El Mercado.
Pero en muchas capitales de España –y especialmente en las Universidades y otros centros de estudio- se está conmemorando otra efeméride muy relevante, como es el octavo centenario del acceso al trono de Castilla de Fernando III.
Con esta conferencia el CIT se suma a estas celebraciones en memoria de un monarca con el que Plasencia tiene contraída una deuda de gratitud, pues fue durante su reinado –y bajo su impulso- cuando se consolidó y culminó el gran proyecto de su abuelo Alfonso VIII el de Las Navas, que quiso crear una gran ciudad realenga y episcopal en los confines de su reino, a la que en principio se llamó Ambrosía y posteriormente Plasencia.
Y a pesar de que el rey puso todo su empeño en alcanzarlo, apenas si lo logró, dada la magnitud y las dificultades de la empresa, amén de los problemas que a comienzos de 1190 plantearon los almohades, el intransigente poder africano que dominaba en al-Andalus.
En fin, que esta tarde voy a tratar de dibujarles a grandes trazos -porque el tiempo recomendado para mi exposición no permite otro modo-  la figura de este monarca, a la par que les voy a bosquejar un cuadro lo más vivo posible Plasencia que a pesar de todas las dificultades empezaba a despegar en el primer tercio del siglo XIII, tanto desde el punto de vista urbanístico, como institucional, en su doble vertiente de ciudad realenga y episcopal, social y económico.
Fernando III fue un monarca afortunado en la guerra y en la paz, también parece que en el amor, lo que en la Edad Media no era un asunto frecuente. También fue un gobernante querido y respetado por su pueblo, tanto por sus súbditos cristianos, mudéjares y judíos, como por los príncipes musulmanes que aún vivían en el sur de España, que eran también sus vasallos. El rey falleció en el alcázar de Sevilla el 30 de mayo de 1252 y fue elevado a los altares el 6 de septiembre de 1671 por el papa Clemente X, si bien su fama de santidad le rodeó ya en vida.
A la gente de mi generación, los que aprendimos la Historia de España a comienzos de los setenta, Fernando III el Santo se nos presentaba como el prototipo del monarca español por su valentía, caridad, honor, fidelidad, trabajo y santidad. Hoy, en pleno siglo XXI, con la perspectiva y la distancia histórica que lógicamente impone el tiempo y sobre todo bajo la luz de los estudios que se han venido haciendo en las últimas décadas, su figura debe ser recordada por encima de cualquier consideración ideológica y política.
Y no sólo por el indudable atractivo que sigue suscitando ocho siglos después de su muerte, sino también porque los sucesos que acaecieron durante su reinado, afectaron profunda y de manera definitiva a la historia de Extremadura y por supuesto también a la historia de España. Y en los momentos que vivimos, tan necesitados de referencias serias y ponderadas al pasado que nos une y a la historia de la que somos herederos, es preciso recordar ciertas realidades.
Todo lo demás, no deja de ser una tendenciosa ucronía, un pudo haber sido, pero no fue, ajena por tanto a la verdad histórica. Porque la ciudad que conocemos y disfrutamos, con sus luces y con sus sombras de siglos, con el recuerdo de su pasado islámico, se gestó, tras un largo y difícil proceso de castellanización y repoblación iniciado por Alfonso VIII en 1186 y continuado por los monarcas que le siguieron, especialmente por su nieto Fernando y su bisnieto Alfonso X el Sabio.
         Y volvamos la vista atrás, en concreto a comienzos del otoño de 1214, cuando en la aldea de Gutierre Muñoz, en el término de Arévalo, Alfonso VIII expiró tras una rápida enfermedad. En el momento del óbito el rey se encontraba rodeado por gran parte de su familia, entre la que se incluía un adolescente de trece años, su nieto Fernando, que era el tercer vástago de los cinco que tuvieron Alfonso IX de León y su esposa Berenguela de Castilla, hija de Alfonso VIII y de Leonor Plantagenet. Nadie de los presentes en la cámara mortuoria podía imaginar que un cúmulo de circunstancias iba a posibilitar que ese joven ciñera las coronas de Castilla y León, cuyos destinos habían sido separados en 1157 por voluntad de su tatarabuelo, Alfonso VII.
         La vida de San Fernando se conoce con detenimiento, si bien ciertos aspectos de su proceder deben de contemplarse a la luz de las nuevas investigaciones. En este sentido se va a tratar de un Santo, pero también de un gran Hombre de Estado, que logró la más fabulosa expansión reconquistadora llevada hasta entonces a efecto por los cristianos, a la par que sus reinos alcanzaron un espectacular crecimiento institucional, económico y social.
         Y cuenta la historia que el día de San Juan de 1201, vio la luz un infante leonés en un monte situado entre Salamanca y Zamora. Lo insólito del acontecimiento, pues los hijos de los reyes nacían generalmente en palacios, explica el sobrenombre de Montesino con el que la gente, andando el tiempo, conocería a Fernando III. Ahora bien, ni la fama ni el honor que alcanzó, pueden hacernos olvidar el largo y tortuoso camino que tuvo que recorrer para conseguirlo.
Y, para empezar, problemas de legitimidad dinástica, pues el matrimonio de sus padres había sido declarado ilegítimo por la Iglesia al haberse celebrado sin la necesaria bula de dispensa, puesto que Alfonso y Berenguela eran tío y sobrina. En consecuencia, Inocencio III en 1203 declaró espúrea la prole nacida de esta incestuosa unión y en consecuencia todos los hijos quedaron incapacitados para heredar el trono leonés, como tampoco lo podían alcanzar los habidos del primer matrimonio de Alfonso IX, celebrado en 1191, con su prima hermana Teresa de Portugal. Me refiero al infante –también llamado Fernando- y sus hermanas Sancha y Dulce.
En la primavera de 1204 –anulado pues su matrimonio- doña Berenguela volvió al reino de Castilla junto a sus padres, dejando atrás al pequeño Fernando al cuidado de su nodriza, una leonesa llamada Teresa Martínez, de quien aprendió las primeras palabras en el dialecto leonés, que se mezclarían con el castellano de su madre, pues bien pronto el infante marchó también a Castilla junto al que fue su gran valedor, su abuelo don Alfonso que tiempo después, tras arduas negociaciones –y por encima de la opinión de la Iglesia- logró que Alfonso IX de León le reconociera como su sucesor, posponiéndose por tanto los derechos de su hermanastro Fernando, el hijo de la portuguesa Teresa.
A pesar de su condición de heredero leonés el infante prosiguió en Castilla; de forma esporádica veía a su padre, cuando éste había de viajar al vecino reino para solucionar asuntos de calidad. Sin embargo las buenas relaciones entre Alfonso y Berenguela –que seguramente iban más allá de lo político- empezaron a agriarse a partir de 1211, tiempo en el que su hermanastro Fernando el Portugués, que por entonces contaba con doce años, frecuentaba con alarmante asiduidad los círculos cortesanos leoneses, titulándose primogénito de Alfonso IX, lo que era una forma de recordar que a él le correspondía por derecho natural la corona, a pesar de los dispuesto por su padre.
Durante 1212 el hijo de doña Berenguela vivió en la corte castellana los esfuerzos, los temores, las esperanzas y finalmente el júbilo de la jornada de Las Navas, uno de los momentos más señalados y decisivos de la Reconquista. Y, como acabo de señalar, en septiembre de 1214, fue testigo junto al resto de la familia real de la muerte de su abuelo Alfonso. Semanas antes, antes otra imprevista muerte, en este caso la de su hermanastro, había allanado su camino hacia el acceso al trono de León.
Por esta razón a partir de la primavera de 1216 el infante residía en León, junto a su padre, ya que estaba a punto de alcanzar la edad de iniciar su formación como caballero. Pero el azar cambió completamente su vida pues un día, que la historia no ha consignado con exactitud, pero que gira en torno al 26 de mayo de 1217, Enrique I, el niño-rey que había subido al trono que dejó vacante Alfonso VIII debido al temprano fallecimiento de sus hermanos mayores, fue herido de muerte por el impacto en su cabeza de una teja que se desprendió de una torre del patio del palacio del obispo de Palencia, donde estaba jugando con otros donceles nobles. De este modo la corona castellana recaía indefectiblemente sobre su hermana mayor, doña Berenguela, pues según el derecho sucesorio en Castilla las hembras podían heredar el trono.
En el momento de accidente de su tío Fernando continuaba en el reino de León, concretamente en la ciudad de Toro. Previendo los problemas que a continuación explicaré, doña Berenguela hizo traer a su hijo a toda prisa a su presencia, pues tenía el temor bien fundado de que Alfonso IX intentara reclamar la corona castellana para sí, una posibilidad más que posible en virtud del ya lejano tratado de Sahagún de 1158, firmado entre Sancho III de Castilla y Fernando II de León.
La mayor parte de los relatos históricos cuentan, con tintes novelescos, los trepidantes episodios que sucedieron en estos días, entre ellos la llegada a la villa castellana de Autillo del infante, aproximadamente el 10 de junio, en medio del más estrecho sigilo, sin que su padre sospechara la gran partida que se estaba jugando a sus espaldas. Pero como la decisión de proclamarle rey, adoptada de común acuerdo entre la reina y los nobles castellanos, precisaba de la aprobación de los representantes de las ciudades, doña Berenguela, el infante y sus consejeros iniciaron una rápida marcha y después de mil peripecias por tierras de la Vieja Castilla la comitiva llegó a Valladolid.
El triunfalismo de las crónicas al narrar la coronación en una gran explanada fuera de esta ciudad, en el mismo lugar donde en la actualidad se alza la Plaza Mayor, el día 2 o 3 de julio de 1217, no debe ocultar las complejas negociaciones que hubieron de llevarse a cabo, aunque al final se llegó a una solución de compromiso y doña Berenguela, condicionada por la voluntad de los magnates y de los representantes del pueblo, renunció a la corona en favor de su hijo, si bien hasta su muerte acaecida el diez de junio de 1246, recibió honores y consideración de reina y desempeñó un papel destacadísimo en la vida política.
Las ceremonias de Valladolid no trajeron la paz al reino. Por el contrario, el monarca y sus consejeros hubieron de hacer frente a varias amenazas, especialmente a la representada por su padre, que tenía sobrados motivos para sentirse engañado y que además había visto como la corona de Castilla se le había escapado de las manos.  También de cierto sector de la nobleza, no contenta con esa coronación, pero el peligro fue conjurado y la paz se impuso en el verano de 1218, tras un año, el de 1217 de tan gran tensión quanta nunquan fui tantea in Castella, como dejó escrito el autor de la Crónica Latina, el obispo Juan de Osma[1]
En ese año de 1218, desde Roma, el nuevo papa Honorio III, liquidó el viejo problema dinástico, al afirmar que Alfonso IX había nombrado heredero al trono al hijo de doña Berenguela, aunque no como fruto de un matrimonio disuelto, sino –y cito palabras textuales- adoptándolo solemnemente por hijo conforme a la costumbre del reino. El documento pontificio es una sublime muestra de la diplomacia vaticana en su más puro estado.
         Se posee un vívido retrato del monarca gracias a las descripciones de las fuentes literarias y al estudio de su momia. Era un hombre apuesto y bien proporcionado físicamente. No hay ningún dato concreto sobre el color de su tez y de sus ojos, pero posiblemente sería rubio, como otros familiares cercanos, de los que sí tenemos certificación del color de su pelo. Su estatura rondaba los 1,75 metros.
         En cuanto a sus rasgos morales la Crónica Tudense resalta que era un hombre dulce, pero con sentido político, unos rasgos que curiosamente también subraya el cronista musulmán al-Himyari. En el Libro Setenario, se dice que tenía principios corteses e palaçiagos en el comer, beber y dormir. Fue muy amante de la música, tanto de la religiosa como de la cortesana, de la poesía y se sabe de su afición por la caza y por los torneos caballerescos. También disfrutaba con los juegos de tablas, me refiero al ajedrez y las damas, que servían para entretener las largas veladas de invierno de la corte y de la familia real.
         Como hombre de gran fe, atribuía el mérito de sus éxitos a Dios. Fernando III fue ante todo un gran devoto de Santa María, considerándose su siervo: Sancta María, cuyo siervo nos somos, repiten de forma insistente los documentos emitidos en la cancillería real. Y a Santa María dedicó todas y cada una de las mezquitas aljamas de las ciudades que conquistó, entre ellas la de Capilla, en la Serena, la primera conquista que hizo en tierras extremeñas y la de Trujillo. Y, desde luego, como buen español del siglo XIII, el siglo de la Reconquista por antonomasia, fue un gran defensor del culto a Santiago, lo que por otra parte era lo normal de un monarca hispano y de un hombre cristiano, que se consideraba miles christi, cuya misión no era otra que luchar y sufrir a servicio de la Cristiandad.
         Rey legítimo pues, bendecido por la Iglesia, aclamado por su pueblo, la siguiente cuestión a resolver era la de su matrimonio para garantizar la continuidad de su dinastía, una importante cuestión de estado que doña Berenguela trató de solucionar con suma delicadeza. Y como conocía en primera persona los problemas que podían venir si casaba con alguna princesa hispana, francesa o inglesa, con las cuales no cabía ninguna duda de que tenía contraídos vínculos de parentesco, doña Berenguela buscó bien lejos. La escogida fue la princesa Beatriz, sobrina del emperador alemán-  y nieta del bizantino. Así pues, no sólo se evitaban roces con la Iglesia y la amenaza de una futura disolución del matrimonio, sino que el rey de Castilla entroncaba con las dos grandes familias imperiales de la Cristiandad, los Staufen y la que gobernaba en el Imperio Romano de Oriente.
A mediados de 1219 una embajada castellana presidida por el obispo de Burgos, don Mauricio, se encaminó hacia el Imperio para obtener de Federico II su consentimiento y, tras las oportunas negociación, a comienzos del otoño el obispo emprendió el camino de vuelta con la novia, a quien Jiménez de Rada describió como nobilis, pulchra, composita, prudens, dulcissima, excelente, hermosa, prudente y discreta, unas cualidades que también se resaltan en la Crónica Latina. Tenía por entonces 21 años mientras que su prometido contaba con 18. La boda se celebró con gran aparato el 30 de noviembre de 1219 en la catedral de Burgos.
La unión fue muy fecunda, diez hijos, siete de ellos varones, algunos de cuyos nombres, Fadrique, Enrique, Manuel, resultaban extraños en la onomástica castellana, pero recordaban el origen germano-bizantino de su madre.. Gran parte de su tiempo doña Beatriz la pasó en Burgos, en Las Huelgas, donde gozaba de la paz y del contacto con las novedades culturales e intelectuales de Europa, en buena parte traídas por los francos a la ciudad. Y allí educó a sus hijos, bajo la dirección de don García Fernández de Villamayor, el mayordomo de doña Berenguela. Ambas reinas, de vez en cuando, abandonaban su plácido retiro para acompañar al rey en actos de gobierno.
En el otoño de 1235 la vida parecía sonreír a don Fernando y nada hacía presagiar la tragedia familiar que significó la repentina muerte en Toro de doña Beatriz a la temprana edad de 37 años.
Dos años después de enviudar don Fernando contrajo un segundo matrimonio –con el fin de que la virtud del rey no se menoscabase con relaciones ilícitas-con Juana de Pontís, de quien Jiménez de Rada, que parece que estaba dotado de cierta capacidad de observación de las féminas de la Corona, dejo escrito que era muy guapa. De esta segunda unión nacieron cinco hijos, con lo cual San Fernando tuvo en total quince hijos de legítimos matrimonios y no se le conocen bastardos, lo que en la Castilla del momento era una rareza.
         Pero las facetas más destacadas del Santo Rey han sido las del monarca que reunificó definitivamente los reinos de Castilla y León, del buen legislador y del mayor conquistador.
         La coronación de don Fernando como rey de Castilla significó un enfrentamiento con su padre, que a comienzos del verano de 1219 determinó que el trono de León pasara a favor de sus hijas, las infantas Sancha y Dulce. Afortunadamente no todos sus súbditos pensaban igual, lo que explica la relativa facilidad con la que Fernando III de Castilla, a la muerte de su progenitor, acaecida en 1230 pudo hacerse con la corona de León al contar con el apoyo de los concejos y de la mayor parte de la nobleza leonesa, que mostraron con esta actitud una inteligente postura. En todo caso la renta vitalicia que el rey ofreció a sus hermanas, 30.000 mrs. anuales fue determinante en el establecimiento del acuerdo.
         La definitiva unión política de Castilla y León que tanto significó en otros asuntos del reino no tuvo una especial relevancia en la historia de Plasencia, una ciudad que tras una difícil gestación empezaba a florecer, si bien quedaban aún bastantes problemas que resolver.
         Desde el punto de vista urbanístico la ciudad conoció grandes cambios a partir del nuevo reinado. La muralla con su antemural quedó finalizada, si bien se modificó su disposición original de época islámica, pues fue ampliada para acoger el arrabal de la Magdalena y reforzada por la construcción de unas torres semicirculares llamadas cubos.
         El viario siguió configurándose en torno a la Plaza, en la que desembocaban las cinco calles que conducían hasta las respectivas puertas con las que contaba la cerca. El alcázar o castillo de la ciudad, se ubicaba al noroeste, en la parte más elevada de la cerca, pero también la más indefensa. Del inicial callejero de época alfonsí no hay noticias más allá de la información del inicio de la construcción de algunas parroquias, por ejemplo, San Martín, y de la existencia de pequeñas ermitas e iglesuelas, que fueron los templos que en principio usaron los colonos, entre ellas la de la Magdalena.  Los pobladores, se asentaron en dos puntos de la ciudad: uno junto a la Torre del Ambroz, en el entorno de la fortaleza, y el otro hacia el sureste, en el interfluvio del Nieblas con el Jerte.
         En los inicios del gobierno de Fernando III la red viaria se empieza a conocer con más concreción. Se sabe por un documento de 1218 de la calle de La Mota, lo que indica su ubicación y relación con el alcázar; en esa vía existían unas casas propiedad de la Orden de Calatrava[2].
         El crecimiento urbano de Plasencia en época del rey Santo se muestra con todo su esplendor en el nacimiento de un barrio extramuros, lo que se conoce como Arrabal del Jerte. La remisión del peligro almohade a partir de 1212, que permitió a la población placentina abandonar el amparo de las murallas y poblar nuevos espacios fuera de la cerca estuvo en el origen del populoso barrio de tiempo después. De esta forma antes de 1230 existía en el Arenal del Jerte una pequeña iglesia, la de Santa Catalina del Arenal, que fue utilizada por los primeros franciscanos que llegaron a la ciudad como convento, el de Santa Catalina, el primero de los que hubo una ciudad. Y casi a la vez y a muy escasos metros, se elevó el de San Marcos, poblado por monjas cistercienses. También del periodo fernandino son las ermitas de San Andrés, Santa María de Fuentidueñas y San Bartolomé, elevada al noroeste de la ciudad; estas dos últimas bajo jurisdicción de la orden de Calatrava. Unidas a las de la época alfonsí, las ermitas se convirtieron en importantes centros cultuales, mientras lentamente se edificaban las parroquias.
         Muy importante para los vecinos fue la restauración por los templarios del Puente de Alcónetar, una ingente obra de ingeniería que se acometió en este reinado. Gracias a ella, se posibilitaron las comunicaciones con el sur peninsular[3].
         En lo que se refiere al término hay que señalar algunas novedades, todas relacionadas con su defensa. La fundación en enero de 1209 de la Comunidad de Villa y Tierra de Béjar, significó el inicio de una serie de problemas interconcejiles que se añadieron a los que se habían planteado desde años antes con la comunidad de villa y tierra de Ávila, de cuyo enorme alfoz se habían segregado los de Plasencia y Béjar.
         Los conflictos se sucedieron no sólo porque se cortaba en seco a los caballeros abulenses la posibilidad de efectuar expediciones de saqueo sobre el territorio musulmán, hasta entonces fuente extraordinaria de botín, sino también –y esto era mucho más importante- por la pérdida de parte de los ricos pastizales de ambas vertientes del Sistema Central. De esta manera, dichos enfrentamientos, que se detectan desde el final del reinado de Alfonso VIII, se prolongaron y recrudecieron durante el de su nieto.
         Pero más allá del recuento de estos conflictos, bien reseñados en los documentos, hemos de resaltar la necesidad de la institución municipal placentina de organizar el espacio sobre el que ejercía su jurisdicción en unos momentos de empuje demográfico y de crecimiento económico, al amparo de una época de buenas cosechas, de paz interior y de las treguas fijadas con los musulmanes. Se hacía preciso, pues, encontrar acuerdos que permitieran resolver los problemas entre los concejos, me refiero, por ejemplo, a los que atañían a conseguir la libertad de movimientos de los vecinos de las diferentes comunidades. Pero sobre todo Plasencia debía con premura ordenar el desarrollo de la ganadería trashumante en ambas laderas del Sistema Central y en la Transierra y obtener un mejor aprovechamiento de los prados y de los montes. Finalmente, se necesitaba, así mismo con urgencia, proteger los rebaños trashumantes amenazados por los golfines, un problema que se prolongó a lo largo del siglo XIII.
         Pero no era fácil encontrar soluciones por los intereses encontrados, de manera que ante la falta de entendimiento entre los pastores de Béjar y Plasencia hubo de actuar Fernando III con la emisión de una sentencia dada en Sevilla en 1248. El veredicto real no podía contentar a las oligarquías de la ciudad, dueñas de dehesas y de ganados, puesto que les recordó la vigencia de una ley de época de su abuelo que permitía a los ganaderos bejaranos llevar a pastar sus ganados a los pastizales placentinos y además no tener que pagar el montazgo, con lo cual también disgustaba a la autoridad municipal. La sentencia real si se ejecutó fue de forma parcial, de manera que Alfonso X hubo de recordarla y confirmarla.
         Los enfrentamientos con el concejo de Ávila, concretamente por la defensa del territorio que se iniciaron a comienzos del siglo XIII llegaron a tal grado de intensidad que en 1248 Plasencia se alió mediante una carta de hermandad con la villa de Talavera. El documento no puede ser más expresivo de la situación, pues los vecinos de ambas ciudades declaraban las muchas fuerças, e a muchas tuertos, e a muchas soueruias que sofrimos e auemos sofrido grant sazón he de muchas guisas del conçejo  d’Ávila[4].
En este caso no sólo se trataba de la explotación de los pastos sino especialmente de la repoblación del término, lo que en principio, podría significar avances en el proceso repoblador iniciado tiempo atrás, eso sí, con muy escasos resultados y reiniciado a comienzos del reinado de Fernando III, pues en 1218, el concejo de Plasencia entregó al maestre de Calatrava el castillo de Miravete para que lo defendiera y repoblara[5].
Ahora bien, esta donación puede ser interpretada desde otra óptica, como es la de la incapacidad de la institución municipal para llevar a efecto una tarea descomunal, que sí podrían llevar a buen puerto la orden militar de Calatrava, dotada del suficiente potencial humano y económico como para poblar un lugar muy peligroso, Miravete,  en la frontera más inmediata con el Islam, pero cuyo dominio significaba el control sobre las vías de comunicación al sur del Arañuelo.
Los conflictos con Ávila por la defensa de los términos llegaron a su culmen a fines del gobierno de Fernando III. En efecto, el 15 de agosto de 1221 el rey –ex assensu et beneplácito domine Berengarie regine- dice el documento, confirmó al concejo de Plasencia los términos que le había concedido su abuelo, pero le le añadió el castillo de Belvís con su término, para que lo repoblara y explotara sus tierras[6]. Las antiguas protestas de Ávila, pues ese territorio era parte de su alfoz, se volvieron a recrudecer cuando Plasencia inició su repoblación en una fecha incierta, pero posterior a 1221 pero fue mucho más allá de su territorio, de manera que ……..
         A la luz de la documentación la sociedad de la época de San Fernando era bien diversa, tanto en su articulación como en lo que afecta sus orígenes geográficos y sociales. Además ya se puede identificar a bastantes de sus componentes y también a sus descendientes, muchos de los cuales tuvieron una gran significación en la sociedad medieval placentina
         En algunos lugares he escrito que en ciertas historias y crónicas medievales, así como en libros de genealogía, se afirma que los primeros colonos de Plasencia eran descendientes de grandes señores castellanos. Y no sólo eso, a algunos incluso se les adjudica una ascendencia real, como es el caso de los Monroy, a quien Esteban de Tapia, fray Alonso Fernández o Alonso de Maldonado les hacen descender de las casas reales de Castilla o Francia.
         Pero no es eso lo que se contiene en los documentos. Porque una cosa es que en un gran personaje, un rico hombre castellano, por ejemplo, durante un tiempo esté en la ciudad y otra muy distinta es que sea su vecino. Y les pongo un ejemplo bastante significativo:
         En la Primera Crónica General, en los Anales Toledanos Primeros y en el Bayan se afirma la presencia en Plasencia de Alfonso Téllez de Meneses en 1196. Y posiblemente así fue, porque al dilecto e fideli vasallo de Alfonso VIII y también uno de los hombres de mayor confianza de la reina doña Berenguela y de su hijo Fernando, le fueron encomendadas importantes misiones en la guerra contra el Islam peninsular, lo mismo que hicieron su padre y su hermano don Tello. Y nada más lógico que estuviera en Plasencia en 1196, para defenderla del gran ataque almohade que casi la destruyó. Pero ni fue su vecino ni su descendencia quedó en la ciudad, aunque sí en Extremadura, pues don Alfonso fue el definitivo conquistador de Alburquerque en 1218  y su señor.
         Los orígenes de la caballería de Plasencia permanecen en la obscuridad, que se hace mucho más espesa cuanto más nos remontamos en el tiempo. Por otro lado, ha de tenerse en cuenta la organización interna  de ese complejo grupo social, donde se encuentran tanto a los grandes señores del reino, los rico omes, como a los más sencillos caballeros.
         En la cúspide de la sociedad placentina de la  primera mitad del siglo XIII estaban los cabezas de ciertos linajes de origen leonés, lo que se explica por dos razones: en primer lugar porque doña Berenguela había sido durante seis años reina de León y consta la presencia de nobles leoneses en Castilla tras la disolución de su matrimonio. Estos exiliados formaron parte de su propia corte o casa real de índole personal, en la que pululaban una serie de servidores encargados de la administración de sus propiedades y de sus necesidades personales, entre ellos un mayordomo, su capellán personal, el repostero o despensero y otros oficiales menores que se engloban bajo la expresión de hombres de la reina o de su criazón.  También estuvo servida por merinos, notarios, escribanos y capellanes.
         Entre la nómina de los servidores de la casa de doña Berenguela hay varios personajes que por diversas razones y en distintos momentos del reinado estuvieron relacionados con Plasencia: me refiero al ya citado Alfonso Téllez de Meneses, a Gonzalo Ruiz Girón, que fue mayordomo de Alfonso VIII, de su hijo Enrique I y de su nieto Fernando III, pero sobre todo el hombre de la mayor confianza de doña Berenguela, a quien sirvió sin desmayo hasta su muerte acaecida alrededor de 1234 y a su mayordomo personal don García Fernández de Villamayor, también un fiel servidor de primera hora a quien nombró ayo de su nieto Alfonso X.
         A la cabeza de esta sociedad caballeresca se ha documentado con claridad a don Diego González de Carvajal, pero a día de hoy es muy difícil fijar su filiación por la contradicción entre los documentos de archivo y las obras de carácter genealógico que le relacionan con el ya nombrado mayordomo real Gonzalo Ruiz Girón.       
         En la documentación de archivo que he logrado manejar, donde se registra la numerosa prole del mayordomo, siete hijos de su primer matrimonio y otros siete del segundo, no hay ningún vástago llamado Diego.
         Pero no me cabe duda de la relación de parentesco, más o menos estrecho del Carvajal placentino con el gran sostenedor de Fernando III, una relación que facilitó su implantación en Plasencia como hombre del rey o de doña Berenguela, a quienes sirvió de diversos modos, entre otros en la conquista de Baeza. De ahí las mercedes que obtuvo del rey, entre ellas solares y casas en Plasencia, el lugar de Serradilla y tierras en el alfoz, bienes que dos siglos después seguían disfrutando parte de sus numerosos descendientes.
         Pero hay otro dato que teniendo en cuenta la mentalidad de la época no se puede desdeñar y que viene en apoyo de la tesis, porque por ahora sólo es eso, de la relación de don Diego con el mayordomo real de don Fernando. Me refiero la estrecha relación del mayordomo Gonzalo González con la orden cisterciense, donde ingresaron varias de sus hijas. Como es de sobra conocido don Diego, el de Plasencia, fue el fundador del único cenobio de la Orden en Extremadura.
Leoneses eran también los Monroy, otro de los grandes linajes de Plasencia que se avecindan en la ciudad, según la tradición en 1186, según la documentación en un momento indefinido, pero tras la definitiva conquista de Cáceres de 1229. Pedro Fernández y Mayor de Saavedra, los primeros Monroy que consta que eran vecinos de esta ciudad tuvieron una amplia descendencia. Su segundogénito fue don Nuño Pérez de Monroy, el placentino más importante no sólo de su época sino posiblemente de la Edad Media.
También en la época que trato se instaló en Plasencia el ancestro de los señores de Almaraz. En este caso estamos hablando de un gallego, de la comarca de Limia, llamado Antón Durán, que fue alcaide de Béjar. A fines del reinado de Fernando III o comienzos del de su hijo el rey Sabio vivía en Plasencia don Durán, el primer alcalde del rey que he documentado, aunque en ningún testimonio de archivo se especifique que era vecino de la ciudad, lo que se podría explicar porque como oficial del rey debía acudir al lugar donde se le requiriese. Don Durán estaba vinculado al mayordomo de doña Berenguela, García Fernández de Villamayor.
En una fundación castellana hubieron de acudir a poblar gentes de este reino, especialmente del obispado de Ávila, donde el célebre Pedro de Tajaborch hubo de reclutar a los primeros colonos. Y también de Burgos y de Cuenca, origen geográfico de los dos grandes prelados, don Bricio y don Adán quienes con seguridad se hicieron acompañar de gentes de sus lugares de origen. Ellos formarían parte importante de la aristocracia religiosa ligada al cabildo catedralicio que vivió desde un primer momento en la Plasencia que unida a la caballería procedentes de las órdenes militares con presencia en Plasencia, especialmente los calatravos, formaron las élites de una sociedad  caballeresca extraordinariamente rica en su composición.

         No es cuestión de dar un listado de nombres, que lo hay, pero en el estado actual de la investigación poco más se conoce de ellos que su nombre y la participación en la gran tarea del reinado de Fernando III, la lucha contra el Islam andalusí. Precisamente la mejor expresión de la madurez de la sociedad de Plasencia y de sus instituciones religiosas y civiles se encuentra en ello.
         A partir de 1225 la inclusión de gentes del obispado en las huestes reales fue frecuente: constan en la campaña de ese año y del siguiente por el Alto Valle del Guadalquivir, que tuvo como resultados más sobresalientes la primera conquista de dos medinas de singular importancia geoestratégica, como eran Priego y Loja, en las sierras Subbéticas y en la ocupación de Baeza, el 30 de noviembre de 1226. Genealogistas y Crónicas antiguas incluyen entre los caballeros castellanos que participaron en la toma de Baeza a los Durán y Carvajales; tras la conquista algunos de estos Carvajales no volvieron a Plasencia y constituyeron en tierras andaluzas nuevos linajes[7]
         En 1230, tras ser reconocido como rey de León, Fernando III centró su objetivo en la conquista del Valle del Guadalquivir, un proyecto que se vio favorecido por la situación de al-Andalus, que se deshacía por culpa de las rivalidades entre sus gobernantes. Por esta razón fueron las Órdenes Militares y las milicias del concejo de Plasencia dirigidas por su obispo don Adán las que ocuparon los territorios adjudicados a la diócesis de Plasencia que aún estaban en poder del Islam, entre ellos Trujillo, que cayó en el mes de enero de 1233, Santa Cruz y Medellín en 1234. La presencia del obispo al frente de sus tropas es de lo más natural: y no sólo porque se trataba de recuperar para el Islam un espacio que se integraba dentro de su jurisdicción, pues la diócesis de Plasencia desde su fundación abarcaba un enorme espacio que incluía desde Béjar hasta Medellín, sino que actuaba en nombre del rey.
         En este sentido hay que recordar que en la Edad Media, entre los deberes pastorales estaba la defensa del reino. Y también hay que resaltar que don Adán no sólo recuperó esta gran parte del territorio diocesano sino también –y eso es lo más importante- que la conquista posibilitó la restauración de su cultura de tradición cristiana, europea y occidental, perdida tras la invasión islámica del año 711. Desgraciadamente, en los registros literarios de la época apenas si se detallan los hechos de ambas conquistas, pero es más que probable que fuera el propio don Adán quien consagrara al culto cristiano la mezquita aljama de Trujillo en honor de Santa María.
         En el invierno de 1235 Fernando III se encontraba en Benavente, donde recibió la sorprendente noticia de la entrada en Córdoba de un grupo de almogávares cristianos.  Con un puñado de consejeros salió de Benavente camino de Zamora, <<Si alguien es mi amigo y mi vasallo, que me siga>>, exclamó el rey antes de abandonar las tierras zamoranas camino de Andalucía como un águila que vuela hacia la presa…. no concediéndose descanso ni de día ni de noche, a través de una tierra inviable y desierta, lleno del celo de lo Alto, llegó a Córdoba. El pasaje de la Crónica Latina -igual que otras fuentes históricas que narran el episodio- constituye una preciosa muestra no sólo de la férrea voluntad de un monarca valeroso, sino también de su confianza en la Divina Providencia[8]. Y es un pasaje muy fiel a la realidad histórica.
Don Fernando –acompañado por un pequeño grupo de caballeros- teniendo en cuenta las inclemencias del tiempo tomó la ruta más directa, que le llevó por Salamanca, Béjar, Plasencia, Cáceres y Mérida. Desde allí, atravesando las fragosidades de Sierra Morena, llegó al campamento cristiano establecido junto al puente de Alcolea el 7 de febrero, en el que le esperaban las huestes que a toda prisa iban llegando desde los más diversos puntos del reino. El asedio terminó cuatro meses más tarde cuando la situación se hizo insostenible para los musulmanes. El día convenido -29 de junio de 1236- el príncipe Abu-l-Hasan entregó las llaves de la ciudad de la que salieron todos los moros y el lunes 30 de junio de 1236, a la mañana, se celebró la primera misa en la catedral en presencia del rey y de su séquito. Don Adán fue uno de los tres obispos que restauraron el culto cristiano en un lugar dona según la tradición había existido una iglesia visigoda. Y muchos placentinos, los que formaron parte de la milicia, también estuvieron presentes, posiblemente sobrecogidos ante la majestuosidad de la mezquita aljama. Nueve siglos después la Puerta de Plasencia de las murallas de Córdoba recuerda la intervención de sus gentes en la caída de la antigua capital califal.
         En 1245, tras un durísimo cerco de más de siete meses se conquistó Jaén y en torno a 1246 se dispuso el asedio de la más importante de las ciudades andalusíes, para lo cual hubieron de tomarse las comarcas cercanas, en medio de terribles episodios. En agosto de 1247 las tropas castellanas acamparon frente a Sevilla, en el llano de Tablada, mientras que las naves cántabras, traídas por el almirante Ramón Bonifaz, mediado el mes de agosto, fondearon cerca de la desembocadura del río Guadaira y bloquearon los accesos a la ciudad por el Guadalquivir.

 El largo asedio de más de 16 meses estuvo jalonado de múltiples episodios que dieron lugar a una guerra de desgaste que cambió el paisaje sevillano al ser éste completamente razziado una y otra vez: fue así mismo una guerra que provocó muchas muertes, pues numerosas aldeas y alquerías del entorno fueron destruidas por completo. El verano de 1248 fue especialmente penoso pues los sitiadores además de la guerra continua tuvieron que soportar tórridas temperaturas; evidentemente peor fue para los sitiados, desfallecidos por el hambre: Ibn al-Jatib dejó escrito cómo los sevillanos andaban ebrios, sin estar ebrios y murieron muchos de hambre; faltaron los alimentos de harina y cebada y la gente comió pieles. Las negociaciones se iniciaron a comienzos del otoño de 1248 y fueron bien largas y difíciles. La ciudad capituló el 23 de noviembre de 1248.
Fue el más largo de los cercos de la historia de la reconquista y el que exigió el mayor número de combatientes y, por supuesto el más caro. Los moros sevillanos, igual que los musulmanes de Córdoba y Jaén, hubieron de abandonar la ciudad, aunque se les autorizó a llevarse sus propiedades muebles
         Los cronistas de la época narran por extenso bastantes de estas conquistas. Pero por mucho que lo hacen, la grandeza de las armas castellanoleonesas no es fácil de captar para nosotros, gentes del siglo XXI, incapaces de percibir el grado de dificultad que implicaba la caída o rendición de una ciudad bien fortificada, pues a pesar de las Bulas de Cruzada, de la participación de las Órdenes Militares, de las milicias concejiles, de caballeros foráneos, del expolio y devastación contante del territorio de los enemigos, de la ayuda material de la Iglesia, tanto en la aportación de gentes como de dinero, la empresa, sin armas de fuego, era muy difícil de culminar. No podemos imaginar los padecimientos de estas gentes por la crudeza del invierno o por las fuertes lluvias, sin olvidar el sufrimiento por las larguísimas distancias que habían de recorrer hasta la frontera o el infierno que pasaron por el tórrido calor los placentinos que participaron en la toma de Sevilla.
         No se conoce el nombre de ninguno de los placentinos que participaron en la conquista de Córdoba, pues el Libro del Repartimiento de la ciudad, donde hubieran quedado reseñados se perdió. En relación con esto hay que recordar que el monarca dotó generosamente con importantes donaciones rústicas y urbanas a todos y cada uno de los que habían participado en la conquista, igual que continuó haciendo en las sucedieron después. Afortunadamente la completa conservación del de Sevilla sí que nos permite conocer a ciertos caballeros, los hermanos Alvar, Nuño Núñez, Pedro y Gonzalo, hijos del freyre, les llama el documento, los ballesteros Juan Gil, Sancho Martín y Pedro Amador, que junto al célebre Benito Pérez el Ballestero, recibieron tierras en el Aljarafe y en la Campiña sevillana, los capitanes Polo Martínez, Pedro Amador y Sancho Polo y el montero Pedro Durán recompensado con tierras cerca de Utrera, donde consta que se quedó pues al margen de todas estas conquistas, el rey Fernando se afanó en la organización y repoblación de las ciudades y sus términos, a la que los cristianos se sintieron atraídos como <<a bodas reales>>, por el atractivo que suscitaba el fértil Valle del Guadalquivir.
         Los demás es posible que regresaran a la ciudad de donde partieron no sólo en defensa de su reino sino también en defensa de su fe. Y con una explicación sobre esta afirmación concluyo:
         Estamos, desgraciadamente, en unos momentos en los que en defensa de su fe se están llevando a cabo crímenes contra la humanidad. Pero el gobierno de Fernando III coincide cronológicamente con la plenitud de la Cristiandad europea. Pero Europa aún no se llamaba así, aunque no esté todavía borrado el recuerdo de aquél mozárabe de Córdoba que la evocaba en el año 748: es la Universitas christiana, es decir, una comunidad humana que se caracteriza y afirma en esa condición.
         Pues el cristianismo, para quienes lo profesaban en 1236, 1245 y 1248 –los europeos- no era una opinión a la que se pudiera uno válidamente adherirse o no, sino una Verdad absoluta que se reflejaba en todos los aspectos de la vida humana. Cabía la tolerancia con los infieles, pero no la transigencia. Y en este principio estaban de acuerdo, también, judíos y musulmanes. No lo olviden. Y no se dejen engañar.

Gloria Lora Serrano.

                                      "CREANDO CULTURA"







        
        








         


[1]
[2] Menéndez Pídal, Documentos Linguísticos….
[3] G. Martínez Díez, Los Templarios…122-124
[4] Biblioteca RAH, 9-9-7, 1944/1
[5]M. Menéndez Pidal, Documentos Linguísticos …, doc. 327, 438
[6] J. González, Vol. II, doc. 141, 169-170
[7] ACPL, Leg. 95-34, fols. 4v.-5r. Argote de Molina, Nobleza de Andalucía…Cap. 89, 443-444
[8] Crónica Latina…95 y 94. Lucas de Tuy, Crónica…, Cap. XCIV, 429            

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