EL BERROCAL –(LEYENDA)
Hoy les vamos a narrar una leyenda que nos contó en noviembre del año 1901, don Pedro Sánchez Ocaña en el periódico “El Noticiero Salmantino”
Don Pedro dedicó esta leyenda a su amigo don Joaquín Rosado Munilla, que era redactor del periódico
“El Correo Placentino”
Como podemos ver, contiene varios errores
históricos, pero tengamos en cuenta que solo es una leyenda.
Allá
en el Occidente de la ciudad, y a pocos metros fuera de la muralla, se alzaba
el orgulloso castillo de los antepasados de Aben El Ahmar, y que este había
heredado de sus mayores, en unión de otras cuantiosas haciendas.
Era
una fortaleza admirable, y en ella vivían felices el viejo Ahmar y su hija
Sahara, una doncella de lo más hermoso que pudieran concebir las exaltadas
imaginaciones de aquellos árabes.
En
el citado castillo, era fama que se encerraban grandes tesoros, enterrados, y
estas creencias vinieron a afirmarse, cuando sintiéndose morir el viejo El
Ahmar, hizo colocar arriba, en lo alto de un enorme peñascal, una T, como
indicando a su posteridad que bajo aquella letra se ocultaban sus fabulosos
tesoros.
Momentos
antes de morir el viejo El Ahmar, llamó a su hija, y con voz temblona y
arrasados de lágrimas los ojos, se
expresó así:
-
Hija mía, bien siento que no seas varón, para que continuaras las tradiciones
gloriosas de nuestra casa; pero mujer y todo, bien puedes cumplir los
deberes que nuestro nombre te impone.
Los cristianos empiezan a ganar terreno, y no pasará mucho tiempo sin que los
tengamos a las puertas de nuestra hermosa Placencia. En mis últimas horas, solo
te ruego que, si preciso fuera, emplees todos los tesoros que bajo la insignia
inicial se esconden, en combatir contra esa turba maldita. Si así lo haces, ten
en cuenta, hija mía, que Alah es muy grande, y El te premiará, y si no lo
haces, El convierta mi oro en mar que te ahogue.
Momentos
después de proferir la maldición aquella, expiró el viejo El Ahmar, quedando su
hija desolada y llorando en una de las hermosas habitaciones del arabesco
castillo.
Que
los cristianos ganaban terreno lo veía cualquiera; y, sin embargo, la hermosa
Sahara no se disponía a combatir.
Una
tarde paseaba la musulmana por los accidentados alrededores de su castillo, en
compañía de un antiguo siervo de la casa, cuando divisaron un grupo de
cristianos que hacía Placencia venían.
-¡Huyamos!
– exclamó el siervo.
-¡Huye
tu si quieres! – contestó la doncella. – Yo esperaré a pie firme y les
suplicaré respeten mi castillo.
Y
conforme lo había dicho, lo hizo.
Acercó
su hermoso caballo a la musulmana el apuesto don García, y echando pie a
tierra, habló con Sahara, por largo tiempo.
El
secreto de esta primera conferencia, no ha dejado de serlo, ni se sabe tampoco el precio por respetar su
castillo exigiría el cristiano a la
doncella.
Pero
aquella noche, después que el valeroso García se había replegado con su gente,
hacia donde las tropas cristianas tenían
sus avanzadas, se vio salir del castillo a la musulmana, pálida y temblorosa y
sentarse junto al peñascal que en su cima ostentaba
Instantes después, cuando la luna empezaba a asomar por detrás de los picachos de Oriente, se oyó el galopar de un caballo y se divisó a lo lejos la silueta de un apuesto doncel que hacia el citado sitio caminaba.
Cuando
don García llegó, lanzó un suspiro la mora y apenas ató el cristiano su
caballo, corrió hacia donde la doncella estaba y sonó un beso atronador,
ardiente, cuyo eco parecía una carcajada sarcástica, conforme retumbaba entre
las peñas…
La
luna, se había obscurecido tras las vaporosas gasas…
Al
despedirse, fijó don García sus ojos en
-¡Son
los tesoros de mis antepasados! – exclamó la doncella.
-Vamos
a verlos – contestó el cristiano.
Y
juntos bajaron una escalinata, pero al llegar a la sala subterránea de las
riquezas, un torrente de agua la inundó
de pronto y envuelto entre las ondas desapareció para siempre el hermoso cuerpo
de la musulmana.
Cuando
loco de espanto salió de la cueva don García, montó en su caballo, y a galope
tendido salió de aquellos sitios que creyó encantados.
Lejos
ya del castillo, volvió la cabeza y vio claramente, al través de los primeros
rayos del sol que nacía un letrero sangriento, del que
No
era tesoro lo que decía, sino ¡¡¡TRAIDORES!!!
Y
aún se conservan en Plasencia, con el nombre de “El Berrocal” las ruinas del
arabesco castillo, en cuyo alto se ve
José Antonio Pajuelo Jiménez – Pedro Luna Reina- José Gutiérrez Delgado
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Autor: Pedro Sánchez-Ocaña Acedo Rico.
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