Leonor Pimentel: Retrato de una Dama de la Alta Nobleza de
Plasencia
Hace
un tiempo, una de las mejores especialistas sobre la mujer noble en la Edad
Media escribió lo siguiente: "Indudablemente,
las mujeres que alcanzaron una posición predominante en la sociedad de la
Castilla bajomedieval fueron las pertenecientes a la nobleza. [Pero] …… pocas de ellas intervienen en la
política de su tiempo. Si exceptuamos a
algunas favoritas reales, sólo encontramos a damas de actividad relativamente
destacada en periodos de guerra civil abierta";
Leonor
Pimentel Estúñiga, la duquesa de Plasencia, fue una de esas escasas féminas que,
sin ser una favorita real o concubina, intervino en el primer plano de la
política de su tiempo. No se encontró en una situación de relegamiento respecto
a los hombres de su linaje, sino todo lo contrario, puesto que determinó
importantes acontecimientos familiares, como bodas o entierros que en la Edad
Media tenían un amplio significado social, económico y político. Pero sobre
todo hay que destacar que administró a su antojo no sólo sus dominios, sino
también los de su esposo, Álvaro de Estúñiga, el conde de Plasencia, uno de los
hombres más importantes del reinado de Enrique IV
de Castilla. Es decir que doña Leonor fue la protagonista de la historia
de su linaje a pesar de la existencia
de numerosos parientes masculinos. Se puede decir con rotundidad que vida
rompió por completo con el modelo de una mujer medieval.
Esta
tarde, atendiendo a la amable invitación del CIT para que participe en su
Semana Cultural, voy a trazarles un perfil biográfico de esta placentina,
porque aquí quiso ser enterrada, cuyo nombre está en una de las placas que
identifican a un salón del Parador Nacional. Es otro de los personajes de la
historia medieval de Plasencia que merece una moderna biografía, igual que su
hijo, Juan de Estúñiga, el maestre de Alcántara, o don Nuño Pérez de Monroy, el
todopoderoso abad de Santander, o don Diego de Carvajal, el del siglo XIII, y algunos otros caballeros y damas
que ayudaron sobremanera en la construcción de esta ciudad.
La
etapa más desconocida de su historia fue la de su niñez y adolescencia. Y es
una pena porque fue por entonces cuando se forjó, en gran parte, su
personalidad, altiva y ambiciosa, de la que dio clara muestra desde muy joven.
Leonor
Pimentel –que vio la luz entre 1436 y 1437-fue fruto del matrimonio entre
Elvira de Estúñiga, hija de Pedro de Estúñiga, por entonces conde de Ledesma y
de Juan Pimentel, primogénito de Rodrigo Alfonso Pimentel, II conde de
Benavente. Por lo tanto, estamos tratando de la nieta de dos de los más
importantes caballeros de Castilla por su posición política, riqueza y linaje.
La boda entre Elvira y Juan se celebró antes del 30 de marzo de 1433, pero sin
la oportuna dispensa eclesiástica, necesaria por ser los contrayentes
parientes, pues consta que fue en esa fecha cuando don Sancho, el obispo de
Salamanca, los absolvió del pecado en el que habían caído.
Nada de extraño tiene este hecho, pues las
bulas pontificias servían, en más ocasiones de las que cabe imaginar, para
legalizar un matrimonio celebrado con anterioridad sin los requisitos eclesiásticos
exigidos. Y les narro uno de los casos más curiosos acaecidos por aquellos
años, como fue el de María de Luna y Juan
de Luna que matrimoniaron sin la dispensa que les llegó nueve años después, de
manera que cuando en 1449 celebraron sus bodas sus propios hijos actuaron de
testigos. En nuestro caso, los complejos
conciertos matrimoniales -que evidentemente se habían iniciado tiempo antes de
la concesión de la bula de dispensa- se concluyeron en 1434, cuando en la corte
de Béjar, que era la estancia habitual de la familia condal, el procurador del
conde de Benavente reconoció haber recibido 20.000 florines de oro, en concepto
de dote de doña Elvira, que tomó como arras 5.000 florines a pagar en cierto
plazo, fijándose la villa de Mayorga de Campos como prenda del pago. Era una
importante propiedad de los Infantes de Aragón en las tierras de Zamora que el
conde de Benavente había recibido de Juan II en 1430.
Igual
que en el tema de las bulas, estamos ante un hecho muy normal, porque como la
cuantía de las dotes o de las arras de los miembros de la nobleza era altísima,
su entrega se solía aplazar, entregándose como prenda del futuro pago una
valiosa propiedad. Acabo de señalar que el condado de Mayorga de Campos lo era.
Pero el azar o más bien la fatalidad cambió la historia, ya que el enlace fue
muy breve, porque Juan Pimentel falleció antes del 21 de septiembre de 1437,
dejando como única descendiente a su hija Leonor Pimentel que tenía muy pocos
meses.
No es posible imaginar su aspecto físico, pues sólo consta documentalmente
que era corpulenta y obesa. La pintura de su hija Isabel –que es la que se
reproduce en el programa del CIT- nos muestra una mujer bellísima. Por el
contrario, sí que se puede dibujar su retrato moral, gracias a los testimonios
de sus contemporáneos, casi todos, muy desfavorables. Algunos resaltan su
carácter dominante y el extraordinario influjo al que tuvo sometido a su
marido: así lo señaló el cronista Galíndez de Carvajal: La condesa de
Plasencia se gobernaba por él (Pedro de Hontiveros), quanto el conde su
marido por ella. Hernando del Pulgar afirmó que la duquesa...había
pospuesto muchas veces la honra de su marido e muchas veces había aventurado a
todo peligro su casa e su mayorazgo a fin de hacer gran señor a su hijo.
Más comedido en su juicio, el cronista oficial de Enrique IV advirtió en su
obra que la dama era varonil,
opinión que también compartió G. Fernández de Oviedo en sus célebres Batallas
y Quinquagenas.
Pero
fue A. de Palencia el que nos legó la peor estampa de esta dama. Coincidía con
el resto de los autores en señalar que doña Leonor gobernaba a su marido a
su antojo, pero además este antiguo servidor de los condes de Plasencia que
en la época de la guerra por el reconocimiento del Príncipe don Alfonso
abandonó su servicio, circunstancia que es preciso no olvidar, la acusó en las
páginas de su Crónica de todos los pecados capitales -ira, soberbia,
avaricia, lujuria, codicia-, la llamó resuelta enemiga de los Príncipes e
incluso la llegó a hacer responsable de la total perdición de España. Tampoco quedó bien retratado su anciano
esposo, pues Palencia, de forma muy maliciosa, no dudó en sembrar dudas acerca
de su virilidad en aquella época, de manera que llegó a escribir que la duquesa
estaba menos atendida por su marido de lo que al varón corresponde, aunque
si en algún momento cabía tratar de la deslealtad de Álvaro I respecto a su rey, le acusaba de una
irrefrenable lujuria ¡¡con Leonor Pimentel!!
Los
datos de la cronística los corrobora la abundante documentación de archivo, de
los que extraigo, en principio, tres testimonios altamente significativos, pues
proceden de gentes íntimamente ligados con la duquesa. Me refiero, en primer
lugar a dos miembros de su círculo familiar, su esposo, don Álvaro y su primo
hermano e hijastro don Pedro de Estúñiga Manrique, el primogénito del duque y
de su primera esposa Leonor Manrique, que estaba destinado a heredar la
titularidad del linaje cuando falleciera su padre. Efectivamente, cuando el
duque quiso justificar su mal proceder respecto a los hijos que había tenido de
su primer matrimonio y su gestión política y económica, tan desacertada,
advirtió que su conducta estuvo encaminada a complaser e gratificar a la
dicha duquesa, mi muger, e seyendo yndusido e atraydo por ella e por otras
personas en su nombre e por su mandado, e aquexándome e ynportunándome muchas e
diuersas vezes sobre ello, con mucha insistençia, e por me quitar e apartar de
ynportunidades e enojos e ruegos e por estar e venir en paz e amor e sosyego
con la dicha duquesa mi muger. Quizás no haga falta señalar que la
confesión la hizo cuando su esposa llevaba enterrada algo más de un año.
Pedro
de Estúñiga, nunca ocultó el intenso odio que sintió por su madrastra. En el
alegato que en 1476 hubo de hacer en Tordesillas ante los Reyes Católicos para
tratar de salvar a su padre de la ira de los monarcas, a los que en principio
se había negado a reconocer, pues apoyaba a doña Juana, la hija de Enrique IV, señaló con insistencia que Álvaro I, por su vejez, no era responsable de
sus actos, sino que era su mujer, que actuaba movida por un único afán: engrandecer
a su único hijo varón, Juan de Estúñiga
Pimentel, el futuro maestre de Alcántara.
De
un estrecho servidor de la Casa de Estúñiga también nos ha llegado una
demostración más de la poca ejemplar vida de la condesa. En este caso es el
célebre gramático Elio Antonio de Nebrija y se contiene en su Crónica Latina: Ella, pues, por hacer a su hijo don Juan Maestre de Alcántara, del
Orden Cisterciense, todo lo removió por fas o por nefas; contrahízo todos los
derechos, igual divinos que humanos; disipó todo el patrimonio del Duque por
conseguirlo; y puso, muchas veces, en grandes peligros el estado de toda la
familia, que no pertenecía a ella, sino a él.
Sólo Diego de Jerez, deán de la catedral de
Plasencia, su más cercano, leal y fiel colaborador, a cuyo servicio entró en
1464 y en el que permaneció hasta su muerte en 1486, trata de forma más amable
sobre su ama, de la que señaló su arrolladora
personalidad y el enorme influjo
que ejerció sobre su marido, al que casi le doblaba la edad. Incluso llegó a
justificar el gobierno de la Casa, así
porque lo mereçía como porque el dicho Duque, mi señor, era ya hombre de muchos
días.
Si
a estos últimos testimonios –que alguno podría pensar que son bien parciales-
se unen los numerosísimos documentos de archivo que se emitieron por las más
diversas circunstancias en vida de la duquesa, el resultado es realmente,
demoledor
Se
sabe que su padrino de bautizo fue su tío Álvaro de Estúñiga; consecuentemente,
desde su nacimiento, nuestra dama había establecido con su futuro marido un
estrecho vínculo espiritual –paralelo al de consanguineidad- que en la Edad
Media implicaba las mismas prohibiciones matrimoniales, lo que tuvo una enorme
trascendencia en el futuro, como se verá.
Igual que otras niñas nobles Leonor no se crio
con sus padres, sino junto a sus parientes; de hecho, a su madre doña Elvira la
educó su abuela materna, en Sevilla. Por tanto hemos de presumir que su infancia
discurrió en Béjar, donde por entonces residía la corte señorial bajo la
vigilancia de Isabel de Guzmán, la primera condesa de Plasencia, que le
buscaría la oportuna ama o nodriza que además de amamantarle, cuidaría de las
necesidades más básicas de una infanta, como era su higiene, sacarla al aire
libre e incluso enseñarle a andar. Es comprensible, pues, que el ama fuera una
figura esencial en la vida de las niñas de la aristocracia que, una vez
adultas, seguían manteniendo un vínculo muy especial con esas mujeres, a las
que solían recordar en sus testamentos o codicilos, haciéndole legados de
diversa cuantía o encargando sufragios por su alma, en caso de que hubieran
fallecido. También fue habitual que los hijos de esas amas continuaran
sirviendo en la casa señorial. En fin, más allá de los datos, ha de observarse
cómo los criados forman parte de ese conjunto muy numeroso y diverso de
personas que viven en los palacios señoriales, unidas entre sí por lazos
consanguíneos o de afectividad. Muchos de ellos vivían con sus amos hasta su
muerte. En fin, amos y criados que formaron la familia señorial que habitó el
actual palacio de Mirabel.
Dos
sucesos acaecidos en esta temprana fecha marcaron el porvenir de Leonor: el
primero es que semanas después de quedar huérfana su abuelo, el conde de Benavente,
se hizo con el control de Mayorga, pero fundó un mayorazgo en su favor
constituido por la citada villa con su título condal. Entre sus clausulas se advertía que la propiedad no podría
entregarse ni como dote ni como arras y que si doña Leonor fallecía sin
herederos directos, se integraría entre los bienes del heredero del condado de
Benavente. Es decir que los Estúñigas perdieron el control del señorío de
Mayorga.
El
segundo acontecimiento fue el nuevo matrimonio de su madre doña antes de
octubre de 1443, unas bodas, que fueron muy grandes, según señala un documento de la
cancillería señorial. Y con razón, porque el elegido fue el conde de
Trastámara, un riquísimo viudo, señor de importantes estados en el reino de Galicia.
Días antes de celebrarlas doña Elvira pidió a su padre el conde don Pedro que
asumiese la tutela de su nieta, que por entonces debía tener entre 7 y 8 años
de edad; la solicitud pudo estar en relación con la pérdida de ciertos
privilegios por parte de la viuda al contraer nuevas nupcias, como podía ser la
tutela de los hijos.
Pero
también –y esto es lo que conviene resaltar- se puede entender como un intento
por parte de los Estúñigas de preservar a la huérfana de sus nuevos parientes, pues
en el mercado matrimonial Leonor, a pesar de sus pocos años ya se podía
desposar, según fijaban Las Partidas,
de forma que en el horizonte social del reino era una apetecible novia, tanto
por su patrimonio como por su linaje. De hecho, de tomarse en cuenta, con todas
sus reservas, una noticia contenida en la Crónica del Halconero, en ese
mismo año de 1443 se planteó lo que hubiera sido su primera boda a celebrar precisamente
con un hijo de su padrastro, un fenómeno en cierto modo común entre la nobleza,
porque se reforzaban aún más los lazos de parentesco y se evitaba la dispersión
de bienes, habida cuenta de que en caso de que una de las dos parejas muriese
sin descendencia, el patrimonio de ambas familias pasaría a un descendiente
común. Pero ni los Estúñigas de Béjar, ni los Pimentel de Benavente, se
mostraron interesados en el enlace con los Osorio, condes de Trastáma.
En
otro orden de cosas, por ese tiempo se abría para doña Leonor una nueva etapa,
pues entraba en la adolescencia, una época crucial en la que las jóvenes de la
nobleza iniciaban un período de aprendizaje. De ambas cuestiones -formación y
matrimonio- se ocupó personalmente su abuelo Pedro de Estúñiga que quiso para
su nieta una cuidadosa educación y para ello, en lugar de encomendársela a
alguna persona del ámbito familiar, bien a ciertas damas o camareras de la
condesa o bien a una aya, que le enseñaran junto a las letras, labores de aguja
e hilado, que era lo más habitual la puso bajo la dirección de un afamado
teólogo dominico, fray Juan López de Salamanca.
Su
primera instrucción atendió básicamente a aspectos religiosos y morales, pues
en un mundo donde la religión estaba presente en cualquier aspecto de la vida,
era lo natural. La relación del
predicador con su joven pupila fue muy estrecha, al convertirse además de en su
maestro, en su confesor, consejero y director espiritual. Para ella compuso a
partir de 1460 varios libros, algunos bellísimamente iluminados, que se
conservaban en la biblioteca del palacio condal, entre los que caben recordar
los Evangelios Moralizados, la Vida de María o el Clarísimo
Sol de Justicia, destinados a fomentar la devoción religiosa e instrucción
en la fe cristiana de la joven Pimentel, que junto a otros títulos, por ejemplo
un ejemplar titulado Conversión de S. Pablo, otro reseñado
como <<Del Soliloquio>> o
los Sermones de Santa Catalina
formaron parte de su biblioteca personal ubicada posteriormente en el palacio
de Plasencia.
¿Pudo
fray Juan tratar de cultivar también la mente de su discípula orientándola o
introduciéndola en el estudio de nuevas materias? No es posible saberlo. Ciertamente
en la primera mitad del siglo XV la
instrucción de la mujer aún suscitaba cierto recelo, por considerarse
superfluo, pues una joven doncella debería ser educada para cumplir
virtuosamente con sus obligaciones familiares. De este modo sólo algunos autores,
caso del agustino fray Martín de Córdoba, admitían el saber en las mujeres,
siempre y cuando éstas fueran de una muy elevada condición social, por la
necesidad que tendrían más adelante de administrar sus estados y haciendas. Y
bien que lo hizo Leonor Pimentel una vez que casó con Álvaro de Estúñiga según
se plasma en la documentación contable.
En
la formación cortesana bajomedieval tuvo un importante papel la música, de
forma que tañer un instrumento, cantar y danzar fueron actividades lúdicas que
el tratadista Rodrigo Sánchez de Arévalo en su conocido El Vergel de Príncipes las proponía como propias de la clase noble.
La referencia en ciertos inventarios de las propiedades de la familia señorial a
diferentes instrumentos musicales que estaban en el palacio de Plasencia, entre
ellos unos órganos un monocordio, un laúd, una vihuela y una bandurria, resulta
muy sugerente de estas aficiones que recuerdan a veladas musicales y fiestas
donde la danza era presente.
El
año de 1448 fue otro año clave de su vida. En primer lugar porque en ese verano
falleció de forma prematura su madre, doña Elvira, a consecuencia de una
enfermedad de la que se desconoce la naturaleza. Leonor Pimentel recibió, pues,
la importante herencia materna, compuesta por propiedades inmuebles ubicadas en
Andalucía, muchas de ella en Sevilla en la collación de Santa María, así como
por diversas rentas y juros y diferentes bienes suntuarios de bastante calidad,
como un collar de oro y tejidos de mucha cuantía, bienes que más allá de su
valor estético servían para expresar, mantener y potenciar el rango del que los
portaba e, igualmente, podrían en época de crisis, sustituirse por moneda, como
así sucedió en el caso que nos ocupa. A
ello habría que sumar el juro de 17.000 anuales que ya venía disfrutando de la
herencia de su padre.
En
segundo porque estaba a punto de cumplir los doce años que era la edad mínima
fijada en Las Partidas para casarse,
lo que le permitía reclamar la totalidad de la herencia paterna, en concreto la
villa de Mayorga, que con tanta ansia esperaban los Estúñigas, pero que iba a
ser muy difícil de alcanzar, pues según las instrucciones dadas por su abuelo Pimentel,
Leonor tenía que casar con su primo que era el futuro heredero de la casa de
Benavente, por lo tanto la villa de Mayorga seguiría siempre bajo el control de
los Benavente.
Pero
las circunstancias políticas del momento, muy adversas para el conde de
Benavente que tuvo que huir a Portugal, dejó la boda en suspenso. Es posible
que el astuto Pedro de Estúñiga aprovechara su forzada ausencia para hacerse
con el control de la villa zamorana, es decir, de sus rentas, pero no hay
ningún dato que permita pensar que se oponía a la proyectada boda de su nieta. Lo
único seguro es que la situación política del reino y la muerte de Isabel de Guzmán,
entre fines de 1448 y comienzos de 1450 centraron, su atención en otros
asuntos. Eran los desgraciados años en los que el valido de Juan II don Álvaro de Luna regía a Castilla a
su antojo y, por tanto, la nobleza podía participar poco en el juego político.
En
el verano de 1452, en medio de una enorme conmoción política, los titulares de
los condados de Plasencia y Benavente, se pusieron de acuerdo para casar a
Leonor con su primo Rodrigo Alfonso Pimentel, lo más presto que pudiese. Leonor fue dotada por su abuelo Pedro de
una forma muy esplendida pues aparte de aportar Mayorga con su castillo y
fortaleza, recibiría dos meses antes de consumar su matrimonio un importante
ajuar compuesto muebles, plata y joyas y una considerable suma de dinero que
alcanzó la cifra de un millón de maravedís. Por su parte, el novio ofreció
20.000 florines de oro en concepto de arras, es decir, que cuadruplicó la cifra
de las que Juan Pimentel había entregado a su esposa casi treinta años antes, una
muestra del interés en el enlace que aseguraba a su linaje Mayorga y otros
bienes inmuebles de la rica heredera.
Les
quiero hacer un comentario: Con frecuencia se ha dicho que en el
establecimiento de los conciertos matrimoniales entre los miembros de la
realeza o de la nobleza se buscaron anudar alianzas políticas. Pero no se debe
generalizar. Ciertamente hubo muchos casos, pero reyes y nobles eran bien
conscientes de la inestabilidad de los pactos políticos, que se anudaban con
tanta facilidad como se deshacían, porque eran consecuencia de compromisos
circunstanciales. Desde luego en este caso queda más que claro que la
conservación del señorío de Mayorga en el seno de la rama principal del linaje
de los Pimentel fue la clave para entender el pacto matrimonial.
Pero
los pormenorizados acuerdos prenupciales ni los juramentos que se hicieron pudieron
llevarse a efecto, pues la muerte del ya anciano primer conde de Plasencia en
1453, precedida por la de su nuera Leonor Manrique, la esposa de Álvaro de
Estúñiga dieron lugar a un inusitado panorama que provocó el matrimonio del
segundo de Álvaro de Estúñiga con su sobrina Leonor, a la que doblaba la edad. Todo
un escándalo en el que intervinieron el varios papas –Nicolás V, Calixto III y Pio II- y los
Reyes de Castilla –en concreto Juan II y Enrique IV- para hacer frente a una
historia sorprendente, lo que ahora llamaríamos un gran culebrón, donde el
odio, la ambición y el gusto por la intriga llevaron a Leonor Pimentel a
protagonizar interesantes y en ciertos momentos sabrosos episodios de la
historia familiar y castellana.
¿Qué
pasó pues tras el entierro del primer conde de Plasencia? Su hijo Álvaro, muy
consciente de su nuevo papel como titular de un linaje, al que
correspondía dirigir todos los asuntos
de la familia, pensó en nuevos planes de boda para su sobrina Leonor, a la que
por lo pronto, se le debían rendir unas detalladas cuentas, tanto de los bienes
que le acababa de legar su abuelo don Pedro como de las rentas por la
administración de su patrimonio desde la
muerte de su madre. Por otro lado, no creo que a doña Leonor la idea de
matrimoniar con su tío le desagradara, pues sólo unos meses más tarde del fallecimiento
de su abuelo ya estaba casada, eso sí, sin contar con los correspondientes
requisitos eclesiásticos.
En
este caso los inconvenientes para el enlace eran enormes. No se trataba de la
unión entre parientes en primer grado, tío y sobrina, completamente prohibida
por la Iglesia, sino que además los contrayentes estaban unidos por vínculos
espirituales, aún más prohibidos que los de sangre, pues Leonor era la ahijada
de don Álvaro, según comenté al principio y además era su comadre pues ambos
habían prohijado a un infante. Como les señalo todo un escándalo, pero además
con gravísimas consecuencias temporales ya que los hijos de esta unión serían
considerados ilegítimos, lo que les inhabilitaba para heredar.
Por
ello, pensando en su futura descendencia –así se expresa en los documentos- los
condes de Plasencia movieron todos los hilos para que los reyes trataran de
obtener unas bulas pontificas, que los dos papas citados en primer lugar se
negaron a dispensar, a pesar de que Juan II
la solicitó porque era para seruiçio y pacificación de los reinos,
lo que en cierto modo podía ser verdad, habida cuenta de la fuerza de los Estúñigas
en el final de su reinado y que un enfrentamiento con otras ramas de los
Estúñigas, por ejemplo, los de Sevilla o con los Pimentel y con otros linajes
afines podía dar lugar a serios conflictos internobiliarios. La bula la obtuvieron,
ya entronizado Enrique IV.
El
ya citador servidor de los condes, Mosén Diego de Valera, afirmó que la
licencia la concedió en 1458 Pio II, por lo tanto hubo de expedirla nada
más ser designado papa. Alonso de Palencia dejó escrito que el pontífice, al
que calificó de impío, lo hizo previo pago de una cifra astronómica, doce mil
ducados. Tengan en cuenta que en esos años el precio medio de una bula de
similares características era de entre 100 y 200 ducados, una cantidad
insignificante para cualquier miembros de la nobleza. La opinión de Palencia es
la misma de la del autor de la Crónica
Anónima y de Pedro Barrantes Maldonado.
Sea como fuere, la bula sólo vino a legalizar un matrimonio celebrado
con anterioridad sin los requisitos eclesiásticos exigidos hecho que ya hemos
visto que tampoco constituía una novedad, ni fuera ni dentro de este linaje.
Por tanto sorprende, en un principio, que la unión provocara tales habladurías que
llegaron a hacer escribir al conde una carta al rey en la que señaló que la
fama y honra de Leonor se vieron seriamente afectadas. Y les digo que sorprende
si se recuerda el contexto social del momento, donde la cohabitación antes del
matrimonio y los hijos ilegítimos tenían una consideración bien distinta a la
que adquirieron en los siglos posteriores, lo mismo que sus madres, que si eran
de alta cuna, la mancha que podía afectar a sus hijos se reducía a la
consideración de simple accidente.
Los comentarios alrededor de la pareja siguieron in crescendo, lo mismo que el amparo del rey a la pareja
condal. Enrique IV afirmó
que por complir el mandamiento del dicho Rey mi señor et después de su
muerte, el mío, vos [el conde de Plasencia] fecistes el dicho casamiento
durante el tiempo que por el dicho señor rey et después por mí se procuraba la
dicha dispensasión. Pero el
monarca, más que intentar acallar voces hipócritamente escandalizadas,
trataba de paralizar una serie de conflictos que ya se preveían tras las bodas
solemnes que sucedieron antes del 4 de noviembre de 1460, originados por los
acuerdos económicos acordados en las capitulaciones matrimoniales que tardaron
varios años en concluirse y que dieron lugar a una ruptura familiar que no
acabó oficialmente hasta pasados unos cuarenta años.
En efecto, el 28 de febrero de 1460 Álvaro I entregaba las arras a su
futura esposa estimadas en 10.000 florines de oro y 3.000 doblas castellanas,
que significaban 1.940.000 mrs,.En comparación con las arras satisfechas a
otras jóvenes de familias de similares características sociales y económicas
las que ofreció el conde eran importantes, pero desde luego se encontraban por
debajo de las que precisamente el conde había prometido pocos años antes a su
nuera Teresa de Guzmán, cuando casó con su
hijo Pedro y sensiblemente inferiores a las ofertadas por su primo Rodrigo
Alfonso Pimentel que en 1452 había establecido en 20.000 florines. Más bien el
gran problema estuvo en la dote, imprescindible para contraer matrimonio
y que según la IV Partida debía
ser satisfecha por el padre de la desposada y, en su falta, la madre,
hermanos u otros parientes colaterales a cuyo cargo o tutela estuviera esa
joven. En 1460 Leonor estaba próxima a cumplir los 25, con lo que desde el
punto de vista legal estaba a punto de adquirir el pleno control de la
administración y gestión de sus bienes.
Leonor Pimentel no aportó otra dote que todos los bienes recibidos de
sus padres y los legados por sus abuelos –un notable patrimonio en villas,
bienes inmuebles de naturaleza rústica y urbana e importantes juros- que le
fueron entregados junto a una cuenta puntual y exacta de las rentas que esa
herencia le había ido produciendo desde el año que murió su padre. Hasta ahora,
lo usual. Pero lo que resultó insólito fue que el contrayente fuera
simultáneamente el pariente mayor, el administrador de los bienes y por último
el novio de la desposada y de este caso inusual se derivaron, en parte, los
problemas familiares. Me explico: las arras que le ofreció a su sobrina, más el
dinero que se le debía por haber estado gestionando su patrimonio, unos
4.201.998 mrs, ascendían a 6.101.998 mrs., imposibles de satisfacer en aquel
momento por la hacienda señorial pues la Casa de Estúñiga necesitaba para su
normal funcionamiento unos 4.000.000 ¿La
solución? Entregar a su futura esposa las villas extremeñas de Capilla y
Burguillos, integradas desde hacía muchas décadas en el mayorazgo de la Casa
que correspondía heredar a su hijo, Pedro de Estúñiga Manrique. Unas de las joyas del mayorazgo, habida
cuenta de su rentabilidad.
Podía haberse recurrido a otras formas nada lesivas para el hijo del
conde para entregar las arras y de satisfacer las deudas. Pero el propio Álvaro
I afirmó que lo hizo así para satisfacer los deseos de su mujer que participó
directamente en el establecimiento de los conciertos matrimoniales, tanto
porque su edad se lo permitía como por su ambición y fuerte personalidad. Ella
se aseguró en 1460, cuando aún no tenía hijos, que si moría sin tenerlos Pedro
de Estúñiga Manrique y quería recuperar para el mayorazgo las villas
enajenadas, debía pagar a los deudos de su madrastra el dinero que valían.
El nacimiento del primero de sus vástagos alteró ya de forma
definitiva las relaciones entre los condes y los hijos habidos en el primer
matrimonio, especialmente de Pedro, que contempló como se había expoliado su
herencia. Otros de sus hermanos, por ejemplo Álvaro, futuro prior de la orden
de San Juan y Francisco, que más tarde fue el señor de Mirabel, marcharon a
refugiarse a los señoríos cordobeses de su hermana Elvira, casada con el conde
de Belalcázar….Háganse idea de la situación, bien expresada por el cronista
frey Alonso de Torres y Tapia que dejó escrito que el odio que los hijos
varones sintieron por su madrastra, alcanzó la misma intensidad que el que
sintió la condesa hacia los hijos de su esposo. Es decir, que la idea expresada
en la carta de Juan II de que
matrimonio iba a servir para seruicio y
pacificación de los reinos, fue un error de consecuencias incalculables.
Las diferentes ramas de la familia Estúñiga, acompañadas en muchas ocasiones
por otros linajes con los que tenían anudados vínculos familiares o políticos,
entraron en un periodo de luchas intestinas que se prolongó durante décadas. Y
eso desestabiliza a la monarquía y a la población, pues las ciudades son
víctimas de enfrentamientos callejeros y los campos arrasados.
Entre 1461 y 1464 los condes tuvieron tres hijos, dos hembras, Isabel
y María y el añorado varón, Juan. A partir de entonces la vida de doña Leonor
sólo tuvo un objetivo: situar adecuadamente a su particular familia, sin parar
en la fórmula y, para ello, recurrió a todos los medios a su alcance. Uno de
los más eficaces para medrar en el horizonte político fue la participación en
las luchas internas de la nobleza de la Corona de Castilla por conseguir el
poder: la situación, por lo demás no pudo ser más propicia, el reinado de
Enrique IV, el monarca más débil de la época medieval. Mujer de iniciativas,
fue ella quien concertó importantes alianzas políticas, deshizo otras tantas y
aconsejó a nobles y a reyes, tanto al legítimo como al usurpador. Veamos sólo algunos ejemplos:
Leonor, que como les he comentado recabó la ayuda real desde que aquél
subió al trono, a partir de 1465, entró de pleno en la política del momento: de
ahí su participación principal en la guerra que mantuvieron Enrique IV y sus seguidores contra los
partidarios del príncipe Alfonso. Y más adelante, a partir de 1467 en la que
enfrenta a Enrique con su hermana Isabel, lo que significaba una mudanza
radical en los presupuestos políticos del linaje. Es decir, que cambió de
opinión cada vez que lo creyó oportuno y, el conde, también. Pero la
documentación indica con absoluta claridad que fue ella la autora de estas mudanzas.
Resultado de esta participación en la política de la época, fueron el ducado de
Arévalo, un importantísimo juro para los
hijos de la Pimentel y otras muchas mercedes. Plasencia durante un tiempo se
convirtió en la capital política del reino, la otra era Arévalo. A ninguna de
las dos ciudades les vino bien, según se denuncia en las actas del concejo
municipal de ambos lugares.
A partir de 1474 militó, y de nuevo con ella el ya duque de Arévalo,
en el bando que defendía los derechos a la Corona de Castilla de la princesa
doña Juana. En este caso tenía varios motivos para hacerlo, pero la fundamental
era que las mercedes adquiridas en la época anterior, especialmente el ducado
de Arévalo, se perdieran. El resultado fue nefasto para la Casa de Estúñiga al
estar en el bando equivocado, pues, efectivamente, perdió Arévalo, aunque logró
el apoyo de la Corona para conquistar el maestrazgo de Alcántara para su hijo
Juan, que fue solemnemente investido en Alcántara el 23 de enero de 1475.
Y aunque parezca que fue un buen cambio, dado el poder político,
económico y social del maestre de tal orden, no fue así. Más bien, llevó a su
casa a la ruina. Porque las capitulaciones que hubieron de firmar los duques de
Arévalo con los Reyes Católicos fueron muy duras, al perder las ganancias
adquiridas en la época de los grandes conflictos políticos. A ello hemos de
sumar la ingente cantidad de dinero que la Pimentel usó para la conquista,
encomienda por encomienda, de Alcántara, pues los reyes dieron su apoyo, pero
apenas dinero. Y ella hubo de vender, entre otras grandes propiedades, las
andaluzas, ni más ni menos que los señoríos heredados de su abuela Elvira de
Ayala; Mayorga hacía años que también había sido enajenada, por falta de
liquidez. Y Alcántara prácticamente se perdió pues en 1494 la orden quedó
incorporada a la Corona tras la <> de Juan de Estúñiga,
su último maestre, que recibió una importante indemnización, pero si la
comparamos con lo que costó adquirirla, aquélla fue una miseria.
Cuando en 1486 Leonor Pimentel se siente morir, víctima de una
repentina enfermedad que apenas si la dejaba hablar, mandó a sus tres hombres
de confianza, entre ellos el deán Diego de Jerez, que hicieran en su nombre
testamento. Advirtió que sus cuentas fueran muy
bien myradas. Genio y figura hasta la sepultura, el gran panteón diseñado
en sus más locos sueños, San Vicente, para ensalzamiento de su persona y de sus
hijos.
Quisiera
terminar esta charla con una última consideración: a los ojos del historiador
del siglo XXI, el estudio de esta dama resulta tan interesante como
desconcertante. Sin negar lo que fue una realidad, esto es, que su proceder no
fue ejemplar, es preciso también valorar en su justa medida al personaje y su
papel no sólo dentro del conjunto familiar, sino también en la sociedad
política de la época. Para ello se hace preciso olvidarnos de apreciaciones
pasadas y examinar su amplia biografía con nuevos criterios y un enfoque
renovado
He
escudriñado en su biografía en busca de rasgos positivos que resaltar. Sólo he
hallado uno:
Se
ha escrito que congregó en su palacio y convento de Plasencia a un grupo de
féminas dedicadas a la lectura, a la práctica de la oración metódica y a la
contemplación, del que formaron parte su hija María, varias damas de Plasencia
y la beata Juana Gudiel. La información –con ser muy valiosa- no permite
conocer la realidad de la formación intelectual de la joven Pimentel. Ni
siquiera el estudio de los libros que formaron su biblioteca, pues su colección
no asegura que los hubiera utilizados sino, en última instancia, el interés por
formar una librería, tal y como hacían otros miembros de la nobleza magnaticia.
Precisamente por aquellos años, su tío Alfonso Pimentel, conde de Benavente, reunía una de las más
notables de las que se conocen en la Castilla bajomedieval, compuesta por más
de 126 volúmenes entre los que había algunos títulos cuyos autores –Tito Livio,
Séneca, Bocaccio, Villena, Raimundo Lulio- expresan su preocupación por el
humanismo.
Pero
es más que probable que Leonor Pimentel tuviera un sincero interés por la
cultura: de hecho, tanto en la corte de sus abuelos Estúñigas como en la que
posteriormente ella formó en Plasencia pululaban gentes de elevada instrucción:
escritores como Diego Ruiz y Evangelista, poetas de la talla de Alonso de
Cervantes, que era además el corregidor de la villa de Burguillos, al sur de la
actual provincia de Badajoz, cronistas tales como el célebre Diego de Valera o
Alonso de Palencia, y sobre todo el filósofo, teólogo y astrónomo Alonso de
Madrigal el Tostado.
Consecuencia
de ese interés por las nuevas corrientes humanísticas fue la fundación de un
gran centro de instrucción religiosa en Plasencia, una cátedra de Teología, donde
podrían acudir, entre otros, estudiantes pobres que no podían permitirse acudir
a otras universidades. Una inquietud intelectual que supo transmitir a sus
hijos, a quienes procuró la mejor preparación intelectual.
Cuando
don Juan se retiró a Villanueva de la Serena y a Zalamea para dedicarse a sus
aficiones favoritas, el estudio y la caza formó una corte considerada como una
de las más importantes de la época. En ella trabajaron los más eminentes
eruditos y artistas del momento, entre los que destacan el jurista frey
Gutierre de Trejo, el astrólogo judío Abasurto, el gramático Antonio de Nebrija
y el músico y maestro de capilla Solórzano. Y esta labor cultural de la condesa
fue altamente loable. Por ello merece ser recordada en Plasencia. Por lo demás,
evidentemente no.
GLORIA LORA SERRANO.- Conferencia C.I.T. año 2010.
Jose Antonio Pajuelo Jiménez - Pedro Luna Reina.
"CREANDO CULTURA".
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